Quemar los días

Envasado al vacío

Mis hijos jamás sabrán lo que es hacerse un corte con el cuchillo del jamón

DESPUÉS de más de un año nos reunimos por fin toda la familia; tocaba celebrar el cumpleaños retrasado del patriarca. Hace tiempo que evitamos el riesgo en los regalos con el viejo: agotada la época de las corbatas, cuando todavía trabajaba, y cansados de regalarle ... ropa que ni siquiera estrena, dimos por fin con la tecla: los palos ibéricos. No hay forma más eficaz de hacerlo feliz que entrarle por la boca, a pesar de que sus problemas con la dentadura no se lo ponen fácil.

El de la dentadura no es su único achaque. Cada vez se desenvuelve de forma más torpe con las cuestiones manuales. Por eso, por primera vez, decidimos regalarle la paletilla entera cortada y envasada en cartuchos al vacío. No se percató de ello cuando abrió la bolsa del regalo: esperaba encontrarse con la apreciada morfología del violín, y en lugar de ello se topó con una decena de cartuchos plastificados. Comprendió que era lo mismo pero diferente: ya no tendría que pelearse con el jamón, lo tendría todo mucho más fácil.

Me traje yo también una paletilla a casa, igual, en cartuchos al vacío. Es, en efecto, mucho más cómodo, limpio, aséptico. Uno se echa una copa de vino y abre el cartucho y enseguida tiene montado el aperitivo sobre la mesa. Pero al mismo tiempo, después de consumidos varios cartuchos, la sensación es extraña, algo fría, desangelada. El enlonchado al vacío tiene poca refutación posible. Pero no puedo sino sentir desazón al constatar de qué manera, en cierto modo, se despedaza un símbolo, que apela a una forma de convivencia en vías de extinción. En otro tiempo, ver la tele en familia era un acto colectivo; la tele en sí misma funcionaba de alguna manera como fuego del hogar. Hoy, cada miembro de la familia consume a la carta y en cualquier dispositivo las ficciones o los programas que quiere ver. En mi casa, especialmente en Navidad, el jamón era el fuego. Lo custodiaba mi padre. Durante las tardes de Nochebuena, el viejo se dedicaba con paciencia a cortar los platos de jamón. Sabíamos que el fuego estaba en la cocina, y él lo custodiaba.

Eran maniobras no ajenas al riesgo. Que podía acabar en un corte profundo. Mis hijos, pienso ahora, jamás sabrán lo que es cortarse el dedo cortando un jamón. Ni tampoco sabrán lo que es aparcar «de oído»: los coches ya aparcan por nosotros. El jamón viene cortado, y en lugar de chimeneas, la gente tiene en sus casas estufas que son trampantojos, y muestran troncos con apariencia crepitante al pulsar un botón. Lo fácil se impone como criterio, llevándose por delante el ritual. Y el fin del rito supone una merma de la experiencia.

Cuando mi padre cortaba jamón, no existía mayor sacrilegio que hurtar alguna loncha del plato ya preparado. El enfado del viejo podía durar toda la Nochebuena. En ese momento pensaba en la ridiculez de aquellos berrinches. Hoy los recuerdo con la melancolía de un fuego extinguido.

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