La cruz blanca de Bécquer
El poeta murió un 22 de diciembre por hacer un buen reportaje. ¿Se ha limpiado su biografía de leyenda?
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Iniciar sesiónA Bécquer lo mató la modernidad. O quizás su voluntad de observador de su época hasta sus últimas consecuencias. Tal vez un descuido, una mala decisión, una anécdota que resultó fatal. Quería escribir un reportaje sobre los modernos tranvías con caballo que cruzarían Madrid. Y, ... como buen periodista, quiso entender qué sentirían los pasajeros ante el nuevo medio de locomoción. Igual que haría años más tarde otro periodista sevillano, Manuel Chaves Nogales, con un viaje en avión en el que sufrió un aparatoso accidente que lo dejó aislado en una aldea del Cáucaso.
A Bécquer se le ocurrió ir en la terraza descubierta del novísimo tranvía. En el trayecto un mal viento cierzo se le agarró en los pulmones y le provocó una bronquitis severa. Murió poco después, el 22 de diciembre de 1870 mientras sucedía un extraño eclipse de sol.
El próximo sábado el Cicus (Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla) dedica en el Teatro de la Maestranza un homenaje al poeta con motivo de su muerte. Justo ese 22 de diciembre de frío y eclipses. Allí imaginaremos con estremecimiento a Bécquer muerto en su lecho, como en el cuadro de Vicente Palmaroli, inaugurando su propia leyenda.
En los últimos años, varios investigadores han llevado a cabo una gran tarea precisamente para deconstruir la leyenda de Bécquer y descubrir quién era de verdad. Porque a Bécquer le ocurrió algo parecido a Murillo y su pátina de pintor beato y cursi que adornaba las cajas de dulces de membrillo. Bécquer era también un icono kitsch que aparecía en los billetes de cien pesetas, en vitolas, en cromos para niños o en tarjetas postales para cursis enamorados. Un Bécquer envuelto en papel de regalo romántico.
Los investigadores han depurado su obra de malezas, han barrido apócrifos y atribuciones falsas, han espantado espejismos confusos revisando una biografía llena de capítulos imaginarios. Bécquer no es sólo el poeta del amor, que lo es, como Murillo no fue sólo un pintor religioso. Ahí están sus metapoesías que lo colocan a la altura de Baudelaire, Mallarmé o Rimbaud.
Recordemos pues a Bécquer en estos días. Por ejemplo, con la leyenda de «Maese Pérez el organista», mientras en Santa Inés suena un tiento de quinto tono de Antonio de Cabezón en una Misa del Gallo de la Sevilla del siglo XVI. O buscando la cruz blanca que recuerda el lugar donde quiso ser enterrado a la orilla del río, frente al monasterio de San Jerónimo. Y allí recordar el triunfo de su memoria:«De que pasé por el mundo ¿quién se acordará?».
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