#complicidad

Dura sólo un segundo. Es un buen cliente, paga cumplidamente todas sus facturas, además no es quisquilloso, valora tu trabajo, te ha abierto puertas. Pero ese segundo es un sumidero: como la escalera de Odessa en la película de Eisenstein, como ese instante eterno en el que el carrito de bebé desciende huérfano hacia el abismo, todas las imágenes atraviesan como un carrusel tu cabeza. Y así, durante esas milésimas de segundo, detrás de la barra no ves a una guapa chica con generoso escote sirviendo dos cervezas sino a tu propia hija, dentro de tan sólo diez años. Y por un momento, todas las imágenes y vídeos que de vez en cuando asaltan tu móvil en el grupo de whatsapp de Sólo Hombres, todas esas acrobacias, muchas de ellas desagradables, casi todas denigrantes, perpetradas por mujeres que son expuestas como pedazos de carne, como lienzos de mataderos de Bacon, se apelmazan en las comisuras de la boca del cliente que sonríe. Y esa misma sonrisa se multiplica en los espejos de tu memoria con idéntica vocación cinematográfica: como en la célebre escena de los espejos desquiciados de Welles en «La dama de Shangai», hay muchas sonrisas similares, muchos codazos, muchos comentarios aprobatorios y conniventes.

Dura sólo un segundo. Y es un buen cliente. Espera que sonrías. Pero cómo explicarle que no se trata de que no tenga gracia. Es sólo que no caben las sonrisas en las películas de terror.