TRIBUNA ABIERTA
Mi abuelo
Que no se interprete que la escasa competencia idiomática está vinculada por fuerza a la penuria económica. Había, y hay, ricos lingüísticamente (muy) «pobres»
Un abuelo, en el campo, con su nieto
NO guardo muchos recuerdos de mi abuelo materno.
Uno. De cuando en cuando, sin avisar (¡cómo iba a hacerlo!), se presentaba en Martín de la Jara, donde vivíamos, tras acortar por atajos los 20 kilómetros desde Aguadulce. En ninguno de esos dos pueblos sevillanos se ... detuvieron quienes, a mediados del siglo XX, hacían las encuestas para el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía. Sí en Los Corrales, a cuya escuela íbamos algunos niños… los días que se podía.
Dos. Una vez al año, en verano, era mi familia la que hacía el trayecto inverso, en una especie de pequeño autobús con forma de huevo, llamado —nunca supe por qué— «La Catalina». Me quedaba boquiabierto al ver a mi abuelo convertir con su navaja en unos minutos unos palitos en pinchos con los que «pescar» las papas fritas, que sabían a gloria bendita. No recuerdo si había tenedores, pero, desde luego, no tantos como nietos nos reuníamos. No eran tiempos de derroches.
Y tres. Sin duda, el más imborrable. Alguna que otra vez me llevaba como «ayudante» a la era (de AREA) en que trabajaba durante el día y como vigilante nocturno. Sentado a su lado en el trillo, tirado por animales que daban vueltas y vueltas, veía cómo se separaba el grano de la paja. Después, otros aventaban las mieses con el biergo (bielgo o bieldo). Al anochecer, tras dar buena cuenta de las escasas provisiones de la talega y oír sus relatos (me impactaba especialmente el de la trágica riada que en 1947 se llevó por delante el puente del ferrocarril y la vida de unas veinte personas), nos acostábamos al raso. Hubo noches en que la experiencia de observar un cielo en el que no cabían más estrellas me impedía pegar ojo. Y un día, también con su inseparable navaja, me «construyó» un carrito, ruedas incluidas, a partir de una hoja (penca) de pita (agave). En toda mi infancia tuve un juguete mejor.
Comprenderán que no necesite discutir sobre lo que ha cambiado Andalucía o acerca de si antes «se» vivía mejor. A quienes nos está suponiendo un sacrificio permanecer recluidos o con restricciones unos meses por una pandemia, nos vendría bien no olvidar que, por ejemplo, en apenas dos décadas (de 1950 a 1970), bastante más de dos millones de jóvenes andaluces se vieron obligados a irse, casi con lo puesto, y sin billete de vuelta, para no perecer… de hambre. Sí, ya sé que casi todas las comparaciones son odiosas, y algunas, además, improcedentes. Pero pueden ayudar a relativizar las adversidades.
Anclado en el reducido espacio del que nunca salió, mi abuelo identificaba por su nombre las piezas del arado (romano), cada parte del carro (de origen prerromano) y muchos objetos y actividades que han desaparecido. Gracias a su almacenamiento en repertorios como el Tesoro léxico de las hablas andaluzas (2000), se salvarán del olvido total muchas palabras (entamar, greda, barzón, enjero, tenilla…) que hacían referencia a un mundo ya inexistente. Lo que no se entiende es que en tales voces se pretenda seguir basando la supuesta «riqueza» léxica de aquellos a los que tanto ha costado salir de la pobreza (real) y de la ignorancia. Porque esas expresiones no van a «compensar» las carencias que bastantes andaluces tienen del inmenso vocabulario (compartido por todos o gran parte de los hispanohablantes) cuyo dominio y utilización —oralmente y. en su caso, por escrito— sí sería signo de abundancia. No es que mi abuelo no «necesitara» vocablos que he tenido que usar a diario, como Universidad (o universo, universal), es que ni siquiera se le presentó ocasión de utilizarlos. Pero que no se interprete que la escasa competencia idiomática está vinculada por fuerza a la penuria económica. Había, y hay, ricos lingüísticamente (muy) «pobres».
En la era (de AERA) de las fake-news, en la que se multiplican los discursos públicos cuyo sentido —si lo tienen— es confuso y desdibujado, en que se llega a creer que vale cualquier cosa que se «entienda» y muchos ni (se) preguntan por lo que desconocen, los abanderados del andaluz pretenden que se añore o se tenga nostalgia de un mundo «perdido». Pregunten a los que (todavía quedan), encorvados, tardaban en segar con la hoz en agotadoras jornadas lo que hoy un solo hombre hace, sentado en un tractor, en un rato. Nuestro vivir y nuestra historia están retratados en los usos idiomáticos, y no tanto en los que dejamos de usar —incluso desconocemos—, sin que ello suponga empobrecimiento, como en los que conservamos y, sobre todo, adquirimos, que son los que nos permiten ampliar hasta el infinito nuestra capacidad comunicativa. La distancia entre las posibilidades al alcance de mi abuelo y las de cualquiera hoy es sideral, como la que me separaba en aquellas noches veraniegas del cielo estrellado.
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