Alma de ciudad
Leer «Ocnos» es adentrarse en el alma de la ciudad, sentirla propia, esquiva, ajena, entregada, luminosa, umbría, calurosa, sensual...
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Iniciar sesiónTambién el cuerpo, pero nadie como ellos dos para atraparle el alma, el alma olorosa, el alma transparente, el alma encendida, el alma sápida, el alma total. Si Chaves Nogales en «La ciudad», supo envolverla en la mejor literatura, todo lo en ella visible y ... todo lo en ella invisible, él la rapta, como en una mitología o en un rito gitano, pero la rapta a distancia, no es un rapto forzado; digamos que pudo ser un rapto encargado, el mandato de un rapto: la llama, y ella, la ciudad, acude, y acude vestida como manda el poeta, olorosa como el poeta quiere, misteriosa como desea el poeta. Acude desnuda, sí, pero con toda su alma. La ciudad necesitaba sentirse raptada por el poeta, porque sólo así se sentía completa, perfecta.
Como nos pasa con «Platero y yo» y con otros libros cercanos en paisaje, releer «Ocnos» es adentrarse en el alma de la ciudad, sentirla propia, esquiva, ajena, entregada, luminosa, umbría, calurosa, sensual, y siempre, siempre, asombrosa. Andaba ayer por sus páginas, admirado ante tanta belleza en un poema, en una frase, en una palabra, y hallé —recobré— el titulado La luz. Pobres resultarían atriles de oro para colocar en ellos el folio del texto. Nunca, quizá, quiso pregonar ese misterio de la luz en la que nació envuelto, en la que envuelto se fue y en la que envuelto vivió lejos de ella. Conocía bien la ciudad, el alma de la ciudad: «Si algo puede atestiguar en esta tierra la existencia de un poder divino, es la luz; y un instinto remoto lleva al hombre a reconocer por ella esa divinidad posible, aunque el fundamental sosiego que la luz difunde traiga consigo angustia fundamental equivalente, ya que en definitiva la muerte aparece entonces como la privación de la luz.» Si a Luis Cernuda, cuando se fue de España, en la primera aduana le hubiesen abierto las maletas del alma, habrían encontrado, dormida, una Sevilla profunda y etérea, bellísima, iluminada, que el poeta había ido robando poco a poco, día a día, por el silencio de su intimidad y por las calles, las plazas, los parques, la noche y los crepúsculos más admirables. Sigue el poeta: «Mas siendo Dios la luz, el conocimiento imperfecto de ella que a través del cuerpo obtiene el espíritu en esta vida, ¿no ha de perfeccionarse en Dios a través de la muerte?» El aire se queda temblando: «Como los objetos puestos al fuego se consumen, transformándose en llama ellos mismos, así el cuerpo en la muerte, para transformarse en luz e incorporarse a la luz que es Dios, donde no habrá ya alteración de luz y sombra, sino luz total e infalible.» Como la tabla de multiplicar, así tendríamos que sabernos «Ocnos».
antoniogbarbeito@gmail.com
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