SEVILLA AL DÍA
Sarsicha
Lo bello no entiende de necesidad, de aceptación o de academias, lo bello se escapa de los diccionarios, de lo correcto
Para hablar con propiedad hay que llamar a las cosas por su nombre. Ni las magdalenas son muffins ni lo disparatado es random ni un carajote es un hater, sería como otorgarle demasiada enjundia a lo que de toda la vida es un tonto a ... las tres. A ver, que cada uno se exprese como le venga dando la gana, yo soy el primero que utiliza estos anglicismos por cuestión de edad, pero estaría bien intentar preservar las marcas de nacimiento de nuestro lenguaje, los quiebros y singularidades de nuestro vocabulario, sobre todo porque esconden connotaciones que, aunque a veces no seamos capaces de apreciar, redondean el sentido de lo que expresamos. Le da un énfasis inconsciente a lo que sale de nuestros labios, como subrayando en el aire y en el acento eso a lo que nos referimos. La lengua es el beso de las identidades.
Seguro que ante esta proliferación de nuevos términos habrán escuchado a alguna persona mayor soltar aquella frase de «con lo bonito que es decir nosequé en vez de nosecuantos». Y es que es así, claro que se pueden añadir e incluir a nuestro acervo nuevas palabras, claro que es positivo ampliar horizontes, pero la clave de esta reivindicación es lo bonito, lo hermoso que resulta el conservar la etimología de nuestro pasado, heredar la manera de comunicarse de nuestros abuelos. Lo bello no entiende de necesidad, de aceptación o de academias, lo bello se escapa de los diccionarios, de lo correcto. Venía masticando esta reflexión desde que este año Kike Remolino haya llevado al Falla su chirigota 'Los Butaneros', que se vertebra a través del personaje de unos viejos rockeros que se resisten a que se pierda la costumbre gaditana de llamar 'butano' al litro de cerveza. También en esa línea iba una de las cuartetas del popurrí de 'Los Calaítas', flamantes ganadores, esos Eugenios que con mucha retranca enumeraban un montón de peculiares acepciones andaluzas (cambembo, chufla, aliquindoi) para acabar diciendo que luego nos quejamos de que el catalán no hay quien lo entienda.
No sé, creo que las palabras correctas hablan más de lo que dicen, significan más de lo que significan. Lo comprobé el pasado domingo al volver de Cádiz con el hambre ganándole al cansancio. Tenía antojo de algo, pero no sabía de qué. Hasta que quien me acompañaba propuso ir a tomar una salchicha. No un hot dog, no un perrito caliente. Una salchicha. Y ya sabrá usted, querido lector, lo que evoca eso en Sevilla, lo que colorea en la imaginación. La farola que serpentea, el azulejo que corona la casa antigua, la cancela verde, las sillas de plástico, el servilletero de Cruzcampo, el camarero vestido de negro fumando en la puerta, la carta plastificada, los botes rojos y amarillos sobre la mesa con la papelera calzando la pata, la otra bandera de España. Una 'sarsicha'. Un Akela. Y punto en boca.
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