SEVILLA AL DÍA
Ojitos chicos
Por cada parpadeo, pensé, iba una perla al cofre de una reminiscencia recién inaugurada
Hay un patrimonio inmaterial que se forja con el yunque selecto de los ojos. Cuando se mira, la vista se posa sobre las cosas, como si comiera con el estómago cerrado, como si quisiera con las maletas hechas, como si escribiera sin tener nada que ... decir. Cuando se observa -que es cuando se toma conciencia de que se mira, cuando se escruta con la lupa de los latidos poniéndole música a las pupilas- lo que se captura tiene vocación de afincarse allí donde el tiempo es eternamente nuevo, donde jamás amarillean los momentos inmortales.
Todos tenemos una despensa perdida en los adentros llena de experiencias imperecederas, bocados grandes de perpetuidad que le birlamos sin darnos cuenta a una existencia a la que llegamos desnudos, sin saber dónde para la magia, dónde hace noche el quebranto, dónde se pinta los labios la hermosura, en qué callejones vomita la frustración o delante de qué espejos se recoloca la melena el encanto.
La inconsciencia blanca - la que se estrena, no la que los tarados se congratulan de conservar- es un páramo con semillas expectantes que germinan como minas con las pisadas de los que la poseen. Hay mucha belleza en los eriales fértiles de la inocencia, por los que pastorean el ganado del amor, la comprensión y la educación. Los que se riegan con los ratitos que colorean los lienzos limpios y curiosos de la infancia.
El domingo, en el Altozano, mientras llegaba la Estrella, una nena que había dejado hace poco de ser bebé se entretenía subrayando con su dedito, absorta, la cara del Cristo que llevaba su padre tatuado en el antebrazo. No hablaba, solo se comunicaba moviendo los dos kikis que su madre le apretaba de cuando en cuando, y sonriendo, como hizo al ver que le ponían en suerte un helado con el que se maquilló de churretes.
Ella no sabía dónde estaba, solo entendía que había mucha gente, que no era un día normal. Sus progenitores le avisaban de que ya venía algo que solo acertó a calibrar cuando lo tuvo enfrente. Mientras el Señor de las Penas miraba hacia la Giralda dando izquierdos camino del Puente, el rostro de Elenita se llenó de un silencio rotundo, de esos que hacen que se confunda el miedo con un asombro que atenaza, que hechiza. Su mirada traducía lo que su cerebro aún no concebía.
Por cada parpadeo, pensé, iba una perla al cofre de una reminiscencia recién inaugurada. Todo eso que estaba viviendo constituirá un recuerdo vago y a la vez sólido, acaso una intuición, que guardará en ese joyero sentimental que perfuma las entrañas y rige los senderos de los sevillanos. Esa vereda que, dentro de muchos años, empujará a esa niña a regresar sola con los ojitos chicos al mismo lugar al que la llevaron. Esta vez llorará, porque llorar es haber vivido. Y sus lágrimas serán dulces. Sabrán a Maxibon.
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