DE RABIA Y MIEL
Con la lengua fuera
La vida ahora es una clase en la que nadie les pasa lista, en la que no hay deberes más allá de respirar, comer e intentar dormir
Salen los dos juntos a la calle cuando la ciudad es un arañazo de noche que jura inflamarse en lava tras el teloneo del gallo. Van despacito, igual que la luna, que se despide a lo lejos en una claridad que ahoga su plata en ... un simulacro de oro. Se anticipan al calor inhumano que los enclaustrará después, que los condenará al refugio de un ventilador que da vueltas mientras susurra su repetitiva melodía, esa que remueve el silencio por la casa, la que baraja el tedio y despeina a las horas. Recorren tranquilos un itinerario familiar, de vueltas a manzanas que saben a paraísos perdidos, a años muertos, a recuerdos solidificados en la roña del adoquín. Los dos se acuerdan siempre de que antes eran tres, pero nunca lo hablan. No pueden. Ni falta que hace, hay diálogos muy profundos en los que solo intervienen los pasos.
La vida ahora es una clase en la que nadie les pasa lista, en la que no hay deberes más allá de respirar, comer e intentar dormir. Todas las madrugadas en el techo de la habitación se proyectan escenas antiguas de las que no había constancia de su registro. Es caprichosa la cabeza, que en la oscuridad rescata la nitidez que extravía durante el día cuando se quedan las cosas bailando una cumbia maldita en la punta de la lengua.
Y se ilumina el techo porque pasan motos y coches, y es como si se cambiara la diapositiva, como si el director maniaco de las neuronas hubiera querido pegarse el alarde estético de incluir un abrupto corte en mitad de la cinta. Corre la reminiscencia sin rumbo ni sentido, como un niño excitado al que le han dado barra libre para arramplar con un estante de golosinas y en su indecisión cosecha un confuso popurrí de caprichos. Un chavalillo ataviado con una camiseta de fútbol que corretea sonriendo mientras le pega patadas a un balón. Una bronca en el primer trabajo para la que justo ahora viene una frase magnífica que hubiera desarmado a un capullo que ya no tiene ni nombre. Una lata de cerveza incrustada en la arena de la playa de Las Canteras de Chipiona mientras caía la tarde de un agosto antiguo. Una conversación en un Nissan Micra parado que valió un beso que todavía retumba en las paredes del alma y hace que latan los labios para rebuscar esa saliva adolescente.
Arrastran los huesos por una Alameda que deja de remolonear y empieza a perfumarse de café. Cuentan bancos de piedra amarilla hasta llegar al bar donde no hace falta tampoco hablar, porque saben lo que quieren. Basta con un protocolario buenos días, al que la chica del pelo tintado de azul acostumbra a responder con una exhibición de dientes que es un chispazo de magia en mitad de la monotonía. Un desayuno y un cuenco de agua al suelo. Cuando el plato y la taza están vacíos y el Chester de rigor jadea espachurrado en el cenicero, se levantan y ponen rumbo hacia el quiosco en el que compran su diario engrapado. Es la forma que tienen de seguir sintiéndose parte de este mundo en obras. Por ahí van Luis y su perro, camino de casa, con la lengua fuera.
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