DE RABIA Y MIEL

Cuando galopa la noche

Al llegar, bajaron corriendo del coche y se apostaron en rinconcito de la Playa de Bajo de Guía como dos cazadores de almas

Andaba muerta la noche de un agosto pasado cuando una sombra susurrante entró en el cuarto. Dormían los gatos, roncaban los búhos, sobrevivían las luces tímidas de las farolas que entraban como suspiros por la ventana. Él entreabrió los ojos y escuchó a la silueta ... refrescarle la promesa que había contraído, una promesa a la que nunca le habían puesto fecha: «¿Quieres que vayamos a verlos?». No más, eso fue lo que dijo.

En la vacilación de la duermevela, esa en la que cuesta distinguir el sueño de la realidad, hubo un silencio, unos segundos para procesar si la propuesta venía de los parajes de la fantasía o de los requiebros de la madrugada. Sí, sí quiero, dijo probando, como devolviendo la pelota a ver si ésta chocaba con el frontón del eco o iba a parar a las cuerdas de otra raqueta. Pues hay que darse prisa, vístete abrigado, te espero en la cocina.

Sin hacer ruido, casi de puntillas, salieron a la calle a buscar el coche. Un soplo de aire costero, con ímpetu gélido y asesino, purgaba los pecados de los veraneantes, prometiendo un mañana, que ya era hoy, de ruidos, risas y colores. Arrancaron el buga, que en la quietud hizo chirriar con el giro de las ruedas las chinitas del pavimento, que iluminó la oscuridad con sus faros. En el panel del carro marcaban las tres y media, o las cuatro. El caso es que era una hora limítrofe en la que no había aún ni fiesteros regresando de las discotecas ni madrugadores paseando la soledad en busca de un café. En la radio sonaba ese tipo de programas conducidos por voces que acurrucan, que hablan de todo y de nada, de música, de inventos, de Historia. Como si con el mundo descansando se pudiera hablar de cosas interesantes.

Te puedes dormir un ratito más si quieres, aventuró su papá con las dos manos en el volante. Yo te despierto cuando lleguemos. No, no, negaba ladeando la cabeza el chaval, dejando entrever que aquel ofrecimiento hería su orgullo en construcción. Ya de aquellas el niño tenía la tierna y cierta intuición de que esos momentos de carretera y manta, esos kilómetros que se hacen juntos, esas conversaciones copiloteras, marcan más que cualquier hierro candente. Por eso recuerda que estuvo todo el trayecto preguntando si los verían, jugando con aquella idea. El padre de cuando en cuando miraba el reloj e insistía en que creía que sí, que los pillarían. Y ese creo, esa puertecita de la duda, le mataba. ¿Y por qué lo hacen tan temprano? Pues porque luego se llena de gente, de sombrillas y no se puede. ¿Y cuánto queda?

Al llegar, bajaron corriendo del coche y se apostaron en un rinconcito de la Playa de Bajo de Guía como dos cazadores de almas. La noche se extinguía en lágrimas de un alba que calaba, haciéndose naranja donde acababa el mar. Y allí estaban, galopaban caballos locos por una alfombra de arena, y sobre ellos iban los jockeys que parecían una tilde arrugada. Eso se llama cantear. Amanecía en Sanlúcar, se congelaban postales eternas. Recuerdos a los que volver cuando se pierden los estribos.

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