TRIBUNA ABIERTA
Joaquín Romero Murube, arquitecto espiritual de Sevilla
Romero Murube forma parte de esa tradición cultural heredera de José María Izquierdo, José Gestoso y Chaves Rey
Rocío Fernández Berrocal
Como el Moguer de Juan Ramón Jiménez el paisaje de Los Palacios de Romero Murube se revela en 'Pueblo lejano' como un espacio atemporal vivo. Como profesora de un instituto palaciego, al entrar en el pueblo, no tan lejano, dirijo siempre una mirada entre nostálgica ... y curiosa a la Huerta de la Noria, ese pequeño Alcázar de Joaquín, arquitecto de la palabra y de los sueños cuya mente divagó siempre entre la belleza de las cosas y los paisajes y cuyo legado llega con fuerza y presencia viva hasta nosotros.
En 'Pueblo lejano', de cuya prosa dijo Aleixandre que era la mejor del 27, Romero Murube, como Alberti en 'La arboleda perdida', como Cernuda en 'Ocnos', muestra el mundo con emoción y lirismo, «con toda el alma en los ojos», intentado siempre detener el tiempo, «el tiempo sin horas de la sangre». En 'Pueblo lejano' los rincones de la infancia tienen ternura de jaramagos; ternura y silencio, el silencio que nace su mirada creadora y el que aprendió del campesino palaciego que, cuando habla, en poco dice mucho y, cuando abre su puerta cada día a la aurora, al amanecer, su corazón lo hace al bien y a la pobreza y pese a todo es feliz. El campesino es quien, después de la faena de todo el día, busca flores para llevar a su casa y poner en el pelo de su hija y en estos pequeños detalles funda su amor y su felicidad. Lo es allí, cerca de sus marismas, donde la tarde es fugitiva como agua en pendiente, donde la luz de los patinillos son «luz encelestiada» que tiene «poder transfigurador». Así se expresaba quien se definió como aspirante en poesía que vivió en constante equilibrio entre el intimismo y el paisaje, empujado siempre por la permanente actividad espiritual. En sus manos habla la naturaleza, el pueblo habla, el manchonero y el campesino.
Romero Murube forma parte de esa tradición cultural heredera de José María Izquierdo, José Gestoso y Chaves Rey. En su libro Los cielos que perdimos pretende aprehender lo inefable y hacerlo trascendente, traer el cielo a la tierra («La poesía es la posible presencia de la deidad en nuestra vida»), con el deseo, decía Joaquín, de hacer partícipes a todos de este bien maravilloso. Miguel García-Posada señaló que la Sevilla de Romero Murube sigue constituyendo un verdadero espacio poético, un lugar de una vasta celebración ininterrumpida.
Poética quiso hacer también a Sevilla. Él vive en el espíritu de la arquitectura de la ciudad porque su huella se hace patente a cada paso. Conocidos son sus desvelos por el patrimonio histórico y cultural de Sevilla: el Alcázar y sus jardines, el Patio de los Naranjos y la Giralda, en cuyas reformas colaboró; el acceso al Barrio de Santa Cruz por el Alcázar, la creación del Museo Arqueológico de Sevilla o la remodelación del Museo de Bellas Artes. Fue moderno, visionario, pensó en una Sevilla que también fuera una ciudad de los niños y en un Guadalquivir como paraje solaz de deportes y paseos. Por «el río de las barbas granate», como lo llamó Lorca, paseó en barca con sus amigos del 27. Joaquín, que hizo el servicio militar en Sevilla con Cernuda, que recibió clases de Salinas, que acogió al grupo del 27 la noche de su llegada a la capital hispalense para su fundación como generación, reconocía que pasear con JRJ por Sevilla, convivir con Federico García Lorca, Bergamín, Dámaso Alonso, Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas y tantos otros fue un placer y una suerte que consideró su mayor fortuna.
Con Lorca tuvo una relación especial. Joaquín fue quien mejor lo catalogó, dijo de él que era «muchipersona». Su amistad era tan estrecha que se hospedaban uno en casa del otro: Joaquín se alojaba en el piso del poeta granadino cuando iba a Madrid y Lorca se quedó en la casa sevillana de Romero Murube en 1932 cuando vino a Sevilla a unas conferencias. La última vez que Lorca estuvo en Sevilla fue en 1935 y fue con Romero Murube. Vino para Semana Santa y Feria y se quedó un mes. Fue hondo su respeto: recordemos la no velada crítica de Joaquín a su muerte inocente en 'Romance del crimen' publicado en la Sevilla de Queipo de Llano y la dedicatoria del 'Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías': «A mi queridísimo Joaquín, honra y espejo de Sevilla, su leal Federico».
En otoño, época de finales y despedidas, dejó para siempre «el misterioso fluir de la vida con su invitación permanente a sumergirnos en el goce del momento, en la profundidad sensual de la hora y del minuto». El 19 de noviembre de 1969 cenó con unos amigos a los que les habló de los buenos melones que se criaban en Los Palacios y, esa noche, ya en casa, se sintió indispuesto y murió. Tenía 66 años. En Sevilla queda su huella literaria y espiritual.
Doctora en Filología Hispánica
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