TRIBUNA ABIERTA
La puerta, dos hombres y el silencio de San Pedro
San Pedro es un teatro de símbolos. Cada rincón, cada columna, cada sombra es un eco de decisiones humanas y divinas
RICARDO SUÁREZ
SEVILLA
En la luz mortecina de una mañana vaticana, mientras el eco de los salmos se disolvía bajo la cúpula de Miguel Ángel y el revestimiento ornamental con el escudo de Inocencio X, una imagen quedó detenida en la retina del mundo: Donald Trump y Volodímir ... Zelenski sentados juntos, inmóviles, casi devotos, a escasos metros del altar del baptisterio en la Basílica de San Pedro. Pero más allá de la curiosidad política o el morbo periodístico, algo en esa foto -una atmósfera, un encuadre, una tensión- susurraba que nada allí era casual.
Los dos líderes, con los cuerpos levemente inclinados hacia adelante como si escucharan una voz más antigua que los mármoles policromos reutilizados que ellos pisaban, ocupaban dos sillas metálicas recubiertas de tela adamascada, de ese rojo apagado que parece haber absorbido siglos de sangre y gloria. Estaban ubicados, como quien deja una nota cifrada en un mural barroco, justo frente a la Puerta de la Muerte, esa obra impía y sagrada esculpida por el comunista que más hizo temblar a la Curia: Giacomo Manzù. Detrás de ellos, invisible a la cámara, pero presente como una sombra cómplice, respiraba el legado de un papa que rompió los muros: Juan XXIII, el mismo que llamó «hermano» a un escultor exiliado por su radical fe laica. La muerte del Papa Francisco -el segundo pontífice que desafió a los ortodoxos desde el corazón del Vaticano- había convocado allí no solo a mandatarios, sino a fantasmas. Y a símbolos.
La Puerta de la Muerte, encargada a Manzù por Roncalli en los albores del Concilio Vaticano II, fue desde su origen un gesto herético: abrir las entrañas del templo a la visión de un hombre que no creía. O, mejor dicho, que creía de otro modo. «De mí dicen que soy marxista. No es verdad. Nunca me he inscrito al Partido Comunista. Pero me siento comunista en el sentido que deseo una humanidad más fraternal y pacífica», dijo Manzù en La Stampa, en 1988.
No era sólo un escultor: era un místico del dolor humano. En su puerta no hay santos en éxtasis ni ángeles dorados, sino escenas de muerte cotidiana: una madre llorando, un obrero abatido, un anciano derrumbado por la historia. Allí, en bronce fundido con las lágrimas del siglo XX, se encuentra una espiritualidad sin dogma. Una estética de la redención laica. Y es allí donde se sentaron Trump y Zelenski.
La fotografía, tomada apenas minutos antes del inicio de la misa funeral por el pontífice latinoamericano, muestra algo más que una coincidencia de agenda. Muestra un relato visual cargado de tensiones y guiños: el presidente estadounidense, símbolo de una derecha sin complejos que invoca la cruz como estandarte cultural; y el presidente ucraniano, actor devenido guerrero, bandera de una resistencia que ha convocado los valores de Occidente contra el renacimiento de los imperios. Ambos, en aparente silencio. Ninguno mirando al otro. Y detrás de ellos, la obra de un comunista que odiaba la guerra con una pasión casi mística: «Yo vivo por la paz y tengo un odio feroz por la guerra. El tiempo me da siempre más la razón», escribió en el Corriere della Sera en 1977. ¿Qué hace una puerta así custodiando una escena así? La respuesta, quizás, no esté en lo que se ve, sino en lo que se intuye.
La Basílica de San Pedro no es sólo una iglesia. Es un teatro de símbolos. Cada rincón, cada columna, cada sombra proyectada por la cúpula es un eco de decisiones humanas y divinas. Que Trump y Zelenski hayan sido ubicados en la nave del Evangelio, frente a la Puerta de la Muerte y a metros de la Puerta Santa, no puede ser fruto del azar. Esa nave - la izquierda, según la disposición litúrgica- es tradicionalmente la del testimonio y la esperanza. Y sin embargo, el metal que los respalda habla de muerte. Esa tensión entre muerte y esperanza, entre violencia y redención, entre ideología y compasión, es la que parece emanar de la foto como un perfume invisible. No es una imagen política: es un fresco contemporáneo. Una alegoría sobre el estado del mundo.
Cuando Roncalli lo eligió, desoyendo los susurros de la Curia, lo hizo porque entendía algo que pocos papas han comprendido: que la Iglesia debía hablar el lenguaje del dolor humano, no sólo el del dogma. Que la belleza era un sacramento laico. En esa puerta, hecha de bronce pero también de memoria, se cruzan los caminos de la fe, la política, el arte y la historia. Trump y Zelenski, queriéndolo o no, fueron personajes secundarios en ese drama de bronce. ¿Qué dijeron en esos minutos? ¿Qué pensaron?¿Sintieron el peso de la historia sobre sus hombros, o solo el peso de las cámaras? Nadie lo sabe. Tal vez ni ellos. Pero lo cierto es que aquella imagen -tan cuidadosamente «espontánea»- deja en la conciencia algo más que un registro, deja una pregunta. ¿Es posible que un escultor comunista, que vivió por la paz y murió incomprendido, haya dejado plantado en medio del Vaticano el altar silencioso donde un día dos líderes del siglo XXI pudieran encontrarse sin hablar… pero diciéndolo todo? El funeral del Papa Francisco terminó con el canto del In Paradisum. La procesión avanzó, las cámaras se apagaron. Pero esa imagen -los dos hombres, la puerta detrás, la luz tamizada cayendo como un juicio lento- sigue latiendo. Y quien mire con atención, entenderá que, en San Pedro, la muerte nunca ha sido el final, es el umbral a la Gloria Eterna.
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