TRIBUNA ABIERTA
De bronce y mármol: el arte como diplomacia en la Roma barroca
Roma deviene en un escenario donde se cruzan las miradas del mundo. Donde el mármol es argumento, el bronce es réplica y la arquitectura respuesta

En Roma, el arte no decora. Declara. Desde sus muros, templos, hornacinas y escalinatas, la ciudad eterna articula, con elocuencia silenciosa, el discurso del poder revestido de eternidad. No hay en su trazado una línea neutra ni en su mármol una curva inocente. Cada gesto ... escultórico, cada emplazamiento arquitectónico, ha sido diseñado para hablar a los siglos y a quienes sepan escucharlo.
Uno de los lugares donde esta voz alcanza su máxima resonancia es la Scala Regia, pasaje ceremonial entre la plaza de San Pedro y el Palacio Apostólico. Allí, en un juego magistral de perspectiva y luz, Bernini creó no solo un espacio de tránsito, sino un teatro del poder. En ese espacio de penumbra y expectativa, la figura ecuestre de Constantino el Grande irrumpe como una visión, no tanto como una escena del pasado sino como un mensaje al porvenir. Constantino, el emperador que abrazó la Cruz, se representa aquí como un portador de legitimidad. Pero el verdadero contenido de esta obra no radica solo en su devoción, sino en lo que su presencia simboliza: la transmisión del poder imperial al trono papal, un acto alegórico que favorecía la autoridad de los pontífices que impulsaron la obra, Inocencio X y Alejandro VII. Aquellos que ascendían la Scala Regia —reyes, embajadores, príncipes de la Iglesia— no sólo cruzaban un umbral físico: participaban en un ritual visual de investidura simbólica.
Este arte que comunica sin palabras, encuentra su contrapunto, y su eco, en otro rincón no menos elocuente de la ciudad. En el atrio de Santa María la Mayor, una de las cuatro basílicas mayores, se alza, con proporciones imperiales y gesto mayestático, la escultura en bronce de Felipe IV de España. El «Rey Planeta», representado con cetro en mano, se ofrece a la mirada como defensor de la fe, pero también como actor central del drama político-teológico del siglo XVII.
No es una imagen de devoción, es una proclamación: España no solo defendía la cristiandad en Europa y América, sino que aspiraba a ser reconocida como cofundadora de la Roma moderna, mecenas igual o superior al propio Papado en su gloria barroca. La embajada española luchó con ahínco por esta instalación. Fue una empresa diplomática, tanto como artística. Participaron en ella no solo Girolamo Lucenti y Bernini, sino también Velázquez, que en su segundo viaje a Italia intervino en su delicada negociación y desarrollo. El lugar donde se ubicaría la escultura, su orientación, su altura, todo fue objeto de discusiones estratégicas. La obra, tan majestuosa como combativa, es una carta diplomática fundida en bronce. Una respuesta visible al poder simbólico del Vaticano. Una afirmación de que, en el teatro del barroco romano, España no solo era espectadora, sino protagonista. La tensión no se limitó a lo escultórico. En paralelo, discurría un intenso intercambio epistolar entre Madrid y Roma. En una de sus misivas al papa Urbano VIII Barberini, el Conde-Duque de Olivares, voz firme de la política hispánica, resumía con precisión la postura de la corona española frente a la Santa Sede:
«En aquello que toca a obediencia y jurisdicción del Papa, pecho a tierra; pero en lo demás, puesto que nada concede el Papa al rey, nada de España se habrá de conceder al Papa».
Una declaración de fidelidad teológica sin renuncia a la soberanía política. Un acto de equilibrio entre devoción y dignidad, entre obediencia religiosa y afirmación monárquica.
Así, Roma deviene en un escenario donde se cruzan las miradas del mundo. Donde el mármol es argumento, el bronce es réplica, y la arquitectura respuesta. Los monumentos no son vestigios del pasado: son discursos petrificados para la eternidad. El arte se convierte en diplomacia, la imaginería en mensaje, y el visitante atento, en lector de una gramática visual cuyos signos aún hoy resplandecen entre las sombras de los templos donde el tiempo permanece. En estos lugares, tan contemplados como incomprendidos, subyace una pedagogía del poder. Porque el arte en Roma, nunca fue entretenimiento, sino la escenificación sublime de la belleza como forma de gobierno.
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