EL PLACER ES MÍO
Los silencios de Sevilla
Sevilla no es Brujas, que es una ciudad famosa por sus silencios. Más bien, es una ciudad bulliciosa
Cuando uno piensa visualmente en el silencio, piensa en el negro. Asociamos el silencio a la oscuridad porque durante la noche oímos menos ruido. Sin embargo, el silencio no es equiparable a la ausencia de luz, sino más bien a lo contrario: a una claridad ... sin brumas que hace visible el horizonte más lejano. «Si puedo comparar las sensaciones del oído con las de la vista, el silencio es una transparencia aérea, que vuelve las percepciones más claras y nos revela una dimensión de gozos inexpresables», escribió Eugène Fromentin en un ensayo citado por Alain Corbin en su maravillosa Historia del Silencio.
El silencio hace audibles los sonidos agradablemente leves. Dentro de la casa, los sonidos familiares de todas las personas queridas: un hijo paseando por el pasillo estudiando para el próximo examen; otro que se prepara la merienda; la persona amada que llega a casa y se descalza… En el apacible rumor doméstico, los electrodomésticos hablan. Lo hace la olla que prepara el cocido. Susurra la cafetera e incluso los enseres y los muebles que no dicen nada, como el sillón de lectura, que parece musitar: «no te apures, aquí estaré esperando». Afuera, el silencio hace sonar las hojas de los árboles y permite que oigamos a la lluvia protestar contra el suelo.
Al mismo tiempo, e inversamente, todo sonido sutil hace sensible el silencio. Cuando Thoreau se va a una cabaña y afirma que «sólo el silencio es digno de ser oído», se refiere probablemente a eso. Gracias a la calma del bosque, el poeta estadounidense puede escuchar el crujido del heno y el crecimiento sigiloso de las plantas. Y el sosiego de la costa le permite a Camus reconocer el bajo continuo de los pájaros y los suspiros ligeros y breves del mar. También, las «oleadas de felicidad» que subían dentro de él. Porque esa es otra de las propiedades del silencio: hace perceptibles los pensamientos interiores. Georges Bernanos decía: quien habla demasiado tiene miedo de escucharse.
Sevilla no es Brujas, que es una ciudad literariamente famosa por sus silencios. Más bien, es una ciudad bulliciosa. Pero precisamente por eso, porque el silencio no es una atmósfera, sino una excepción, cuando Sevilla baja su voz es como cuando llueve: una maravilla. Sevilla calla poco, pero, siempre que lo hace, cautiva. Pues no es sólo que deje de hablar. Es que guarda silencio: una expresión afortunadísima que revela la naturaleza preciosa y frágil de esta joya acústica. «El silencio resuena como la firma de un lugar», escribe Le Breton, y en la memoria de cada sevillano hay atesorados decenas de silencios que son para él la rúbrica auténtica de su ciudad.
Quizás les parezca estrambótica esta sugerencia que voy a hacerles, mas la hago muy en serio: aprovechen mientras llueva para salir a la calle. Paseen por Abades, por Céspedes, por Viejos, por el callejón de la Judería. En días como éstos Sevilla abre el cofre de sus silencios para dejarnos con la boca abierta.
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