El placer es mío
Diez días para llorarnos
El contraste entre el desinterés que suscitan las personas mayores y la sobreactuación que a menudo se representa es reflejo de uno de los rasgos psicológicos más extendidos de nuestro tiempo: la introspección egoísta trufada de victimismo
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Iniciar sesiónMientras en Hacienda no paran de darle vueltas a cómo saquear más a los autónomos, la ministra de Trabajo sigue inventando derechos sociales para todas y todos los trabajadores que pueden permitirse el lujo de disfrutarlos: es decir, para los que no son autónomos. La ... última idea genial ha sido la de estirar hasta diez días el permiso por fallecimiento de un familiar. Una ampliación que la señora Díaz justificó en un primer momento diciendo que nadie está en condiciones psicológicas de ir a trabajar a los tres días de la muerte de un ser querido, sea hijo, hermano, marido, abuelo o padre. Sin embargo, esa motivación casa regular con la posibilidad de que el trabajador pueda repetirse esos diez días en cuatro semanas. ¿Es un permiso para recuperarse psicológicamente o para ocuparse del papeleo?, a ver si nos aclaramos. Porque si es para lo primero, ¿es que puede amortizarse el dolor a plazos? Y si es para lo segundo, ¿no bastaría con concederlo a un solo pariente? Conformémonos al menos con que los familiares políticos han sido finalmente excluidos del asueto. Porque la ministra llegó a mencionar incluso a los amigos: iban a salir íntimos de los finados hasta de debajo de las piedras.
Por fortuna, la extensión del permiso por fallecimiento ha venido finalmente asociada a otra propuesta mucho más razonable de conceder quince días a quien cuide a un allegado en cuidados paliativos. Cuando me alcanzó la onda del permiso ampliado por defunción, fue, de hecho, lo primero que pensé: así que vamos a tener días libres para acordarnos de nuestros mayores cuando ya estén muertos y no para estar con ellos en sus últimos momentos cuando todavía estén vivos. Y aunque, como digo, eso se ha corregido, la comparación no deja de ser lacerante: hasta diez días para la introspección y para escucharnos (y en todo caso para la burocracia) y sólo cinco más para ser útiles acompañando. ¿Realmente necesitamos dos semanas sin trabajar para volver a la vida normal? ¿Son todos los casos comparables: es lo mismo perder a un hijo con veinte que a un padre con noventa? ¿Es diez días la medida estándar que nos conviene a todos para preservar nuestro estado anímico?
No, no se debe frivolizar con la salud mental. Y precisamente porque no conviene hacerlo, no se deben arbitrar medidas que, en sí mismas, suponen una banalización de los auténticos problemas psicológicos. Es posible que alguien necesite estar sin trabajar, no ya diez días, sino cien, después del fallecimiento de un ser querido, pero debe ser un profesional sanitario el que determine. Que un Gobierno se erija en el protector del bienestar mental de todos, dictaminando por decreto una dispensa de diez días de trabajo por fallecimiento de un familiar, me parece, además de populista, una patologización irresponsable de emociones que son completamente naturales. Nadie le puede negar a la Ministra que efectivamente la persona que vuelve a su puesto tres días después de la muerte de un ser querido no regresa, como ella dijo, en condiciones óptimas. Pero ningún empresario ni directivo en su sano juicio, que son casi todos, se lo exige. Y es probable, de hecho, que el retorno a las obligaciones profesionales le ayude al trabajador a superar su tristeza, al desviar su atención y su dedicación a otros pensamientos distintos a aquellos que causan su sufrimiento.
Por lo demás, el contraste entre el desinterés que suscitan las personas mayores y la sobreactuación que a menudo se representa cuando nos dejan (contraste del que esta ampliación populista del permiso de fallecimiento resulta fiel reflejo), me parece que evidencia uno de los rasgos psicológicos más extendidos de nuestro tiempo. Me refiero a la explosiva combinación de victimismo y exceso de introspección que nos convierte en actores enamorados del drama, pero no del drama ajeno, sino del nuestro propio. Especialistas sólo del autocuidado, nos pasamos la vida enredando y desenredando la madeja de nuestras emociones, en una inmersión constante hacia nuestros sentimientos que es tapadera de nuestro desbordante egocentrismo. Por eso, estamos mucho más prestos a llorar que a acompañar. Porque, en realidad, cuando lloramos, lloramos por nosotros mismos.
Ya veremos si esta ampliación de permisos llega a algo, o como casi todas las cosas de este Ministerio, forma parte de la pirotecnia del Gobierno para mantenernos distraídos… Pero si efectivamente se concreta, y sin ánimo de ser cínico, me gustaría que se hiciera algún seguimiento de si los días de asueto laboral para estar junto a los pacientes terminales son efectivamente utilizados. Porque, de los otros, los de fallecimiento, hay pocas dudas. Con la excepción de los autónomos, que no se los podrán coger, pues el derecho a la ansiedad y la depresión no va con ellos, los diez días para llorarnos serán un enorme éxito político y social. ¿O alguien se piensa que la ministra de Trabajo no sabe lo que hace?
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