SEVILLA AL DÍA
El credo en verde
En Galicia serían meigas lo que aquí llamamos Betis, cinco letras que atan el alma al borde de un desfiladero
ESCRIBO hoy –si me lo permiten– con la tinta verde de mi sangre, tan verde como los sueños de la Palmera. Tuvo que ser en Florencia, ciudad museística en la que la piedra se hace arte en el corazón de la Toscana, donde quedara grabada ... para siempre la huella del honor en verdiblanco. Qué emoción, qué noche aquella, qué sufrimiento y cuánta alegría se desbordó como esa copa de rebujito que desparrama la alegría al caerle un hielo impertinente en el vaivén de la madrugada. Otra vez la épica elevada a la enésima potencia, la cuadratura del círculo de la imperfección, la grandeza de la razón en la inconsciencia y el abrazo colectivo al sinsentido de ese por qué al que no se le encuentra una respuesta. Pasó y todo por obra y gracia de ese duende que da la tierra. En Galicia serían las meigas lo que en Sevilla llamamos Betis. Cinco letras que atan el alma al borde de un desfiladero del que siempre nos salva el último suspiro para llevarnos hasta el paraíso –verde, siempre verde– de la memoria del viejo Villamarín.
Confieso que no tuve fuerzas para ver por televisión el final del partido, que me entró el 'cangüelo' por el cuerpo que me decía «verás como mete la pata a última hora». Me eché a la calle a darle vueltas a lo desesperado, como si aquello no fuera conmigo, con la esperanza de que ese vecino chivato gritara desde un balcón un «¡vamos!» que templara mi pulso. Fueron minutos que parecieron horas. El tiempo suficiente para acordarme del niño que fui y al que se le helaban las manos de los nervios antes del pitido inicial, daba igual que se tratara de un derbi o que el rival de turno fuera –no se me olvida– la Ponferradina. Lo vi de nuevo, como cuando colocaba un par de cabezas de ajo para ahuyentar los malos augurios, un cuadro de la Macarena y una bufanda deshilachada que viajó de Madrid a Salamanca, de la gloria de la Copa al infierno de la Segunda. Lo vi, como a ese niño que pidió un autógrafo de Jarni por su Primera Comunión y que, ya de adulto y positivo en Covid, se puso dos mascarillas para ver el penalti de Miranda en la Cartuja.
Ese niño que fui me hizo llorar el jueves sin que nadie lo viera. Eran lágrimas de felicidad por dejar atrás tanto tiempo de fatiguitas. Sepan que a partir de ahora esas peregrinaciones a la Galería de la Academia para ver al David de Miguel Ángel en Florencia tendrán como competencia a quienes vayamos al Artemio Franchi a admirar la escuadra por la que Antony coló aquella falta o la portería en la que todos empujamos la pelota con Abde. Allí iré, hasta de rodillas si hace falta, para expiar mis pecados por dudar de Don Manuel Pellegrini, al que siempre le entregaremos la fumata blanca –y verde, siempre verde–. Sí, ya sé que solo es una final y que todavía no se ha conseguido absolutamente nada, pero las grandes gestas siempre tienen un principio. Quizás todo es más sencillo y los béticos ya lo teníamos todo sin ni siquiera saberlo.
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