tribuna abierta
Los abanicos que acabaron con el «arte» de Al-Mutamid
La historia habría sido otra si Al Mutamid finalmente hubiese accedido a la petición de Alfonso enviándole algún abanico de verdad
Manuel Ramos Gil
Dicen que durante su reinado, a finales del siglo XI, Sevilla se había convertido en una auténtica ciudad del Renacimiento, adelantándose quinientos años en la historia. El arte y la ciencia fluían por todos los rincones de aquel reino de Taifa, el más grande de ... al- Ándalus desde la caída del califato de Córdoba, pues abarcaba desde el oeste, el actual Algarve portugués (al-garbi)- que significa precisamente eso, oeste o poniente, hasta el levante, llegando hasta Murcia. En su corte proliferaban los científicos, entre ellos los astrónomos, que utilizaban la Giralda como observatorio estelar. En el salón de su palacio, se hablaba de la existencia de una cúpula en la que se habían representado los principales astros y constelaciones. Pero, sobre todo, aquella corte estaba encabezada por los poetas, y de entre ellos, además del cordobés Ibn Zaydún, sobresalía el propio rey, que en sus versos regañaba a la aurora por haberle robado las estrellas en su cara.
Sin embargo, si Al-Mutamid tenía el mejor reino de al-Ándalus era gracias a los reyes cristianos, a quienes pagaba un tributo anual a cambio de mantener su independencia y a cambio del apoyo militar cuando surgían problemas con los vecinos granadinos. Es más, el propio Cid Campeador vino a Sevilla en el 1082 para cobrar las parias, como nos sigue recordando el monumento del Prado de San Sebastián, que dice: «Vino a la dorada corte del rey Al Mutamid».
Aconteció que cierto año el rey poeta no cumplió con su parte del acuerdo, pues la guerra con el rey de Almería tenía empeñada toda su capacidad de tesorería. Ante tal retraso, Alfonso VI envió a Sevilla a un embajador, un judío que con todo el descaro del mundo se atrevió a hablar de manera grosera al rey, pidiéndole además del tributo, una serie de fortalezas fronterizas. Pero ahí no acababa la cosa; el rey cristiano le exigía también que su esposa, la condesa Constanza diese a luz nada más y nada menos que en la Mezquita de Córdoba, todo un símbolo para el Islman y que, entre tanto, residiese en Madinat al-Zahra, la ciudad que Abderramán III levantó al oeste de la antigua capital Omeya.
Tras escuchar todo aquello, Al-Mutamid cogió una escribanía que tenía cerca y la lanzó contra el cráneo del judío, cuyos sesos se desparramaron cuello abajo, ordenando además que, como escarmiento, el cuerpo del emisario fuera crucificado en Córdoba.
Encolerizado al recibir la espantosa noticia, Alfonso VI inmediatamente mandó misiva al rey moro, amenazándolo con sitiarlo en su mismo palacio sevillano. Al poco tiempo, salieron dos columnas de su ejército por caminos diferentes, conviniendo en reunirse ambas en Triana, frente al palacio de Al Mutamid. El rey Alfonso bajó por el Algarve dejando ruina y desolación a su paso, hasta que finalmente llegó a Triana, en la otra orilla del Río Guadalquivir. Tras montar su campamento, escribió una carta al rey moro mostrándole su desprecio:
«Las moscas aumentan demasiado en mi campamento desde que mi estancia se prolonga en él y el calor me agobia. Envíame pues un abanico desde tu palacio para hacerme aire y alejar las moscas de mi lado». Al Mutamid escribió con su propia mano al dorso de la carta la siguiente respuesta: «He leído tu nota, y he comprendido tu arrogancia y presunción. Voy a preocuparme de buscarte abanicos de piel de lamt, manejados por tropas almorávides que nos aliviarán de ti, pero que no te aliviarán a ti, si Alá así lo quiere». El lamt es una especie de gacela del desierto con la que fabricaban sus resistentes escudos los rudos guerreros del desierto a los que Al Mutamid pidió ayuda tras verse sitiado.
En esa carta, con esos abanicos figurados, sin saberlo Al Mutamid dejó sentenciada la idiosincrasia andalusí, la alegría, el amor al vino, a la fiesta y al arte que existía hasta entonces en Sevilla. En efecto, en julio del año 1086, bajo un calor asfixiante, desembarca en Algeciras Yusuf, fundador del imperio almorávide, que traía miles de aquellos «abanicos», pero no con la intención de abanicar a nadie… Junto a flechas, lanzas y esos escudos de lamt, traía la rigurosidad del islam de los ermitaños del desierto, que es lo que significa la palabra almorávide. Seguramente Al Mutamid, tras la inicial alegría al derrotar a los cristianos en la batalla de Sagrajas, presintiría su fin, pues los almorávides, en efecto, habían venido para quedarse y para acabar con la tolerancia, las chanzas y el arte del sevillano y de toda Andalucía.
Así sucedió y al poco tiempo, en 1090, Al Mutamid será depuesto como rey de Sevilla y exiliado a Agmat, un rincón recóndito en el Magreb donde apenas consigue ganarse la vida manufacturando productos, quizá aquellos mismos escudos.
La historia habría sido otra si Al Mutamid finalmente hubiese accedido a la petición de Alfonso enviándole algún abanico de verdad, elaborado en lino o en la preciada seda de al-Ándalus. Pero eso nunca lo sabremos…
Como saben, la palabra arte no tiene antagónico; estamos seguro si utilizamos para Al Mutamid y la mayor parte de su reinado la típica expresión sevillana: ¡Qué arte más grande, mi «arma»! Sin embargo, ¿qué podríamos decirle con el asunto de los abanicos?
Notario
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