Tribuna abierta
Como un arcángel de la gracia
La muerte, que siempre llega, lo ha devuelto, como los mosaicos, como las raíces de la vid, como el agua oculta, a las tripas de su tierra albariza
Lutgardo García
El toreo tiene, como la poesía, mucho de misterio. Y, al igual que a veces valen más los silencios que los discursos, el toreo y el arte son más valiosos cuando pisan los terrenos de lo inefable. En la fugacidad del toreo, como sucede en ... la música, la verdad va siempre unida a algo que se nos escapa, que no podemos apresar, que quizá pudiéramos entenderlo y definirlo, pero que no llegamos a alcanzarlo. Y en ese querer dar alcance está el ansia de infinito del ser humano. Cuando el arte pasa por nuestras vidas nos deja ese «no sé qué que queda balbuciendo» del que se habla en el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Este poeta -tal vez el más alto de nuestras letras- fue el que dijo aquello de «la música callada y la soledad sonora», expresiones que gracias a José Bergamín han quedado ya para siempre unidas al toreo de Rafael de Paula.
Ha muerto Rafael de Paula y esta noticia ha vestido de azabache a los ángeles morenos de los retablos de San Miguel y Santiago. Se ha vuelto oscuro el alma de los vinos dentro de las vasijas de roble americano donde los caldos se crían aguardando el momento de hacer cantar la sangre por las venas. Ha muerto un torero que tenía nombre de arcángel y por eso estaba predestinado a ser un enviado de la gracia. Un mensajero -que eso significa arcángel- de noticias celestiales que proclamaba cuando movía el capote como se mueven las alas de un ángel. El nombre de Rafael viene a significar algo así como que Dios nos sana, nos ha sanado. Y su presencia en la plaza, si las secretas voces de lo alto lo disponían, era capaz de curar las heridas con el paño santo de la mujer Verónica.
Salía de los patios jerezanos como un príncipe egipciano que llevara en su capotillo envuelto el secreto de su pueblo errante. Y así andaba con su porte, con su belleza de patriarca broncíneo y hondo, haciéndonos creer que la luz era posible y en esa esperanza vivían sus partidarios. Tenía en su imperfección una inexplicada intimidad con lo perfecto, con lo sublime, con lo eterno. Por eso su toreo se llevaba tan bien con la fotografía. Pocos lances tan fotogénicos como los suyos. Fue el predilecto de no pocos poetas y pintores. Ramón Gaya y Pedro Serna supieron captar esos fugaces instantes de felicidad en los que el gitano componía la figura y en un inigualable escorzo echaba la capa anunciando la buena noticia de su toreo.
Había leído a Rilke, poeta al que le unían Ronda y el amor por lo inefable. Hasta Ronda llegó Rilke deprimido un invierno después de haber buscado los ángeles en Toledo y tras su decepcionante visita a Sevilla y Córdoba. De esa sima lo resucitaron unos almendros en flor –«quién supiera florecer como vosotros» escribirá- y unos niños que cantaban los campanilleros. El tajo de Ronda le recordó el paso del mar Rojo por los judíos y la visión de unas higueras le hizo pensar en cómo la naturaleza sabe aguardar, esperar el tiempo preciso para dar la dulzura del fruto en el momento oportuno. Y fue en Ronda –«donde corre un aire fuerte y magnífico, las montañas se abren para entonar salmos por sus vertientes»- en el lugar donde Rafael se hizo matador de toros. El signo del ángel terrible de la poesía se posaba sobre él, otra vez, como un designio, como una promesa.
Las polémicas declaraciones y las luces de bohemia que exhibió en sus últimos años hablaban peor de aquellos que buscaban exponerlos demonios crepusculares del ser humano que de un hombre que fue, en su plenitud, elegante y discreto. No hay más que leer las declaraciones, las entrevistas de su juventud y madurez para ver cuánta hondura y cuánta filosofía había por dentro de las venas de aquel gitano de piernas frágiles que mecía las muñecas y el torso como nadie. Dijo en algún sitio que le gustaba torear con «fatigas», eso que en caló llaman duquelas. Y dijo bien porque solo se puede llegar a lo sublime desde el dolor, desde la pureza. Según sabemos se fue apagando la llama de su vida la tarde de todos los santos. Cuando los cementerios del sur lucen como plazas de toros recién blanqueadas. El arte es cosa de místicos y santos, de los que van de las heridas a la verdad, los que se saben destinados y marcados por lo sobrenatural. Cada lance suyo, cuando se llenaban sus manos de unción divina, tenía gravedad y tenía gracia. Por decirlo con Simone Weil, quien sabía que en la belleza se daban la mano el bien y el azar.
Muchos lo nombrábamos, apreciábamos su concepto sin haber visto sus tardes grandes, pero así de poderosos son los sueños. Materia intangible que solo en ocasiones pueden repetirse. La muerte, que siempre llega, lo ha devuelto, como los mosaicos, como las raíces de la vid, como el agua oculta, a las tripas de su tierra albariza. Su verdad, su misterio estará ya siempre maravillosamente a salvo en la memoria. Ha muerto el hombre, pero queda, en cada lance eternizado en la fotografía, la voz sagrada que es el arte. Los que lo vieron, lo saben. En su toreo explicaban sus verdades los profetas antiguos.
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