tribuna abierta
De la miseria a la grandeza
No se puede soportar por mucho más tiempo que un país serio dependa del interés y la ambición personal de un dirigente al que los escándalos le cercan

Que nuestras instituciones han sufrido una degradación indudable desde el advenimiento de Sánchez a la presidencia del Gobierno es algo que no necesita la utilización de sinónimos como humillar, corromper, envilecer, pervertir o enviciar para referirnos a las muchas facetas desagradables de la acción política ... desde que decidió atar su futuro y, desgraciadamente, el de una nación soberana, a golpistas, filoterroristas, antisistemas y demás especímenes cuya identidad más notable es su desmesurado egoísmo y su afán totalitario.
Nuestra Constitución, en su artículo 9, garantiza la legalidad, la jerarquía normativa, los derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Este último es un principio que prohíbe a los poderes públicos actuar de forma caprichosa y sin fundamento, es decir arbitrariamente. En derecho no hay nada más antagónico y anti ético que un juez arbitrario. Y este es el mayor daño que el sanchismo está provocando al Estado de Derecho, con un Fiscal General procesado que se aferra al cargo.
Cuando al frente del órgano máximo que debe garantizar que todos los ciudadanos españoles somos iguales ante la ley se sitúa a quien ya dijo, sin inmutarse, que la toga debe mancharse a capricho de ciertos delincuentes que circulaban por caminos embarrados, no extraña que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea haya sido advertido por la Comisión Europea de que la ley de amnistía que el de las togas embarradas se empeña en sacralizar, con la vergonzosa complicidad de otros togados, es una «autoamnistía contraria al Estado de Derecho» y, por ende, contraria a los principios europeos, «sin fundamento en el interés general de los españoles sino en el mero interés político y personalista del presidente».
Así las cosas, con un ambiente irrespirable donde la sociedad se resiste a esa polarización feroz que desde el poder se pretende, no pasan veinticuatro horas de un escándalo para que nos sacuda otro del día siguiente. Los datos revelados por la policía judicial (esa UCO que las cloacas sanchistas intentaron silenciar y chantajear por todos los medios) sobre las andanzas del tercero de los ocupantes de un Peugeot que orquestaron la toma del poder por Sánchez, son el último escándalo de un mandato presidencial que abochorna a cualquier persona con un mínimo de dignidad.
El PSOE está en su derecho, y allá el, de seguir manteniendo esta situación, pero la sociedad española precisa, sin más demora, una regeneración que devuelva a la ciudadanía el derecho a convivir civilizadamente, respetar opiniones ajenas y buscar consensos en pro del interés general. Hay todavía, según cada día se hace más palpable, socialistas que no están dispuestos a este deterioro y a esta vergüenza institucional. Es un problema que deben de resolver, salvo que sigan sometidos a esa caterva de estómagos agradecidos que el sanchismo ha regado convenientemente como un seguro de vida para el y para sus allegados. Hoy, ya sin duda, hablar de Aldama, de Ábalos, de Cerdán, de Koldo, de García Ortiz, de Conde Pumpido, de Begoña, de Puigdemont, de Leire Díez, de David Azagra, de Gallardo y de tantos y tantos esbirros que seguirán saliendo, es hablar de Pedro Sánchez.
Lo que cada día es más evidente es que la pocilga sanchista no resiste ninguna valoración mínimamente decente. Sea por acción, sea por omisión; sea por complicidad o sea por encubrimiento, Sánchez es el cuarto pasajero que compartió centenares de días y miles de kilómetros con tres imputados por graves delitos merecedores del repudio público. Y en democracia, la salida decente a tal situación es la dimisión del máximo responsable. A partir de ahí, urge una regeneración de la vida pública española, una regeneración necesaria que creo solo es posible desde la centralidad, ese amplio camino de libertad sin ira por donde circulan la mayor parte de los españoles.
Para hacer posible la devolución de la dignidad pública se necesita una confluencia de voluntades que tengan claros algunos principios opuestos a las experiencias negativas que tanto daño han hecho; propuestas que impidan su repetición, entre ellas: no dividir, sino convivir; no enchufar, sino premiar; no comprar votos, sino honrar actitudes; no dilapidar, sino ahorrar; no improvisar, sino proyectar y programar; no infringir, sino respetar leyes y costumbres; no engañar, sino decir la verdad y cumplir compromisos; no legislar al dictado de delincuentes, sino conforme al interés general; no hipotecar el futuro a minorías sectarias, sino establecer unos porcentajes mínimos para conseguir un escaño; no popularizar las instituciones, sino profesionalizarlas. En fin, no manipular los órganos de control democrático, sino garantizar la independencia de los tres poderes. En esta tarea hará falta gente de diversas ideas, pero gente honrada, sabiendo, como dijo Gustave Le Bon, que las ideas envejecen más deprisa que los hombres.
Lo que no se puede soportar por mucho más tiempo es que un país serio dependa del interés y la ambición personal de un dirigente que no da explicaciones ni contacta con la calle, mientras los escándalos le cercan. Un dirigente que gobierna de espaldas al legislativo y enfrentado al judicial. Por ello, albergamos la pronta esperanza de que se cumpla lo que predijo el francés Barbey d'Aurevilly: «Los grandes hombres son como las más hermosas flores. Crecen a pesar del estiércol que echan sobre ellos los envidiosos y los imbéciles». En esta tarea de limpieza caben todos los grandes hombres. De la perversidad y ruindad de la miseria, hay que alcanzar la grandeza de la dignidad.
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