Sol y sombra
Hoteles contra la barbarie
La civilización consiste en sustituir el viejo caserío apuntalado del Casco Antiguo por confortables alojamientos de muchas estrellas
Cada vez que se anuncia la apertura de un hotel en Sevilla, se seca una ramita de romero en el ojal de un blazer cruzado. El rancio hispalense no es que sea renuente al progreso per se, tengo para mí, sino que prefiere seguir anclado ... en el siglo XIX con tal de que el confort no alcance a su vecino y pone el grito en el cielo cada vez que unos señores invierten su dinero en rehabilitar un edificio del Casco Antiguo en el que los puntales cobran trienios. Por lo visto, la ciudad era una maravilla cuando había que caminar entre los cascotes de un caserío que se caía a pedazos y el suelo de los bares estaba cubierto de serrín para enjugar los esputos de los parroquianos. Será la erótica del gargajo…
La novísima planta hotelera, que por fortuna incrementa a ojos vista, ha transformado el centro del Sevilla y ha democratizado el confort que antes sólo estaba al alcance de los socios del Aero, del Labradores o del Mercantil. Los bebedores mugrientos, como hacemos algunos noctámbulos con los antros de referencia, aún pueden hacinarse si así les place en las aceras cabe esos cuchitriles cerveceros de dudosa salubridad –»Los tanques a la calle», dicen: hay que ser cutre–, pero quienes cruzaron el Rubicón civilizatorio tienen ahora la posibilidad de ser servido por un camarero sin lamparones en la camisa ni luto en las uñas o de tomar el fresco en un roof-top. No es que sea mi tipo de ocio preferido, oiga, ¿pero de verdad que no percibe la diferencia entre una fachada descascarillada y el lustre de un hotel de muchas estrellas?
La actuación de una cadena escandinava en La Magdalena es paradigmática, en este sentido, pues el transeúnte disfruta hoy de una elegante terraza donde antes reinaban millones de moscas enjambradas sobre la marroquinería podrida de los tenderetes de los jipis o, a lo peor, alrededor de la axila desaseada de los vendedores. Y lo dice uno que siempre se decantó por la contemplación de la tez marmórea de don José Yebra en su taberna de la calle Boteros sobre la coctelería fina del patio del Alfonso XIII. El conde Alexander Ilyich Rostov es un personaje genial, pero 'Un caballero en Moscú' contiene la carga literaria de la que siempre carecerá un gañán en la calle San Fernando.
Ocurre que el sevillano pontificador (pleonasmo) se torna prohibicionista con lo que no le gusta ni le conviene. Como si este servidor de ustedes, que no come pescado, pidiese por ello el cierre de todas las freidurías. Cuenta la leyenda que un cronista deportivo que cada fin de semana se desplazaba como enviado especial en los turnos visitantes de Betis y Sevilla, entró en el despacho de su director al poco de su jubilación para advertirle sobre la inutilidad de estos viajes. «Es un gasto para nada», dijo al día siguiente de embolsarse la última dieta. Ignoro si la anécdota es cierta, pero retrata con precisión a un tipo común de fenotipo hispalense. Pasa lo mismo con los hoteles y los beodos de trasiego en plena calle. Ya que ellos no piensan entrar, que el Ayuntamiento les retire la licencia.
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