TRIBUNA ABIERTA

Que vivan las provincias de Sevilla

En esa Sevilla de antes, los nombres de provincias resultaban más evocadores porque se viajaba poco y el mundo era más pequeño

ABC

Compro el pan en Huelva. Al salir de la panadería, paso por Granada y miro unas libretas en Zaragoza, pero no he salido de Sevilla. Nuestra ciudad está llena de rótulos de calles que son nombres de provincias. Dentro de esas calles está la historia ... pasada de España y el provincianismo que estamos perdiendo y que empiezo a añorar. Lo invoco en las líneas que siguen.

Las calles Badajoz, Bilbao, Jaén y Madrid, junto a Granada y Zaragoza, surgieron en el entorno de la Plaza Nueva, desde los ejes del viejo convento de San Francisco. Cuando tras la Desamortización se derriba ese convento y se reorganiza la Plaza Nueva, las nuevas vías se bautizan con el nombre de provincias de España. Es la época en que se estaba consolidando la novedosísima división territorial del país en provincias ordenada por Javier de Burgos en 1833. Y por esos nombres de calles se fue filtrando como una gotera el siglo XIX, con sus sombreros de fieltro, su parlamentarismo en consolidación y su fervor por la provincia como unidad territorial.

Cerca de esa zona está la calle Córdoba, repleta de zapaterías, llena otrora de los zapatos de quienes se descalzaban para entrar a orar en la mezquita contigua. Los árabes perdieron Sevilla en el siglo XIII y los sevillanos perdimos en el siglo XX Albacete, Murcia, Orense, Pontevedra, Valladolid y Vitoria: esos fueron algunos de los nombres de calles de provincias que estaban en la Barriada de la Dársena, al final de Triana. En nuestra lucha constante con el urbanismo y el río, Sevilla reurbanizó varias de esas calles, que desaparecieron con sus nombres de provincias dentro. Sobreviven, entre otras, las calles Toledo y La Coruña.

Como en todo fenómeno público, no faltan equívocos. La calle Rioja no honra a la autonomía sino al poeta Francisco de Rioja; el pasaje de Zamora no rememora la provincia sino al apellido del concejal que facilitó la construcción de la calle. Por cercanía nocional, nuestro pensamiento las incluirá seguramente en la misma bolsa donde están las calles Navarra, Ceuta y Melilla, del barrio de San Jerónimo, o la calle Almería, que rebasando la Puerta Real discurre entre vías marineras (Bajeles, Redes).

Los nombres remueven historias que parecen dormidas y de las que yo recupero mi conciencia provinciana. Paso por esas calles y me digo: «Vivan las provincias de Sevilla», reclamo el provincianismo que cada vez echamos más de menos ante la ola de uniformización baratuna que nos va quitando la mercería del barrio, el café del barrio y hasta el dependiente desagradable que había en todos los barrios, tras ese mostrador donde habita el malaje. Todo eso se avenía bien con una Sevilla que rotulaba sus calles con nombres de provincias y consagraba en la fachada de Correos una doble ranura para echar en un lado las cartas que iban a Madrid y en el otro las que se dirigían a provincias.

En esa Sevilla de antes, los nombres de provincias resultaban más evocadores porque se viajaba poco y el mundo era más pequeño. Sonrío con ternura cuando una señora me cuenta que de joven formaba parte del club de fans sevillano de Los Pecos, el grupo musical que arrasaba entre las adolescentes a finales de los 70; las del club rendían homenaje a su grupo sin salir de Sevilla, sentándose cada fin de semana en el banco de la Plaza de España dedicado a la provincia en la que al dúo le tocaba cantar y entonando a coro sus baladas.

Si son respetuosos, estos usos informales del patrimonio, seguramente provincianos, me encantan, porque nos hablan de una ciudadanía que dialoga con los espacios monumentales y los integra en su vida cotidiana. Lo seguimos haciendo hoy, si nos dejan. Hay quien al iniciar la mañana sale a correr por el parque de María Luisa y termina dando una vuelta por el semicírculo de la Plaza de España, pasando con rapidez cronometrada por cada uno de esos 49 bancos dedicados a las provincias. Ese corredor sevillano hace un disfrute espontáneo e improvisado del espacio que cualquier turista cosmopolita aspira a fotografiar.

Yo entiendo que dan ganas de cerrar la Plaza de España porque el vandalismo destroza la azulejería, pero hay que pararse a pensar quién es el vándalo, si el autóctono o el visitante, e igual los que salimos con la cara colorada somos los propios sevillanos. A lo mejor hay que enrejar a quien vandaliza y no encerrar el espacio que este machaca. Porque ir expulsándonos de nuestro patrimonio sí que es provinciano, en el peor de los sentidos.

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