TRIBUNA ABIERTA
Sevilla, rompeolas lingüístico
A fuerza de hablar de cómo hablamos el español, nos olvidamos de que en Sevilla hay otros acentos del español, y que sus hablantes son también sevillanos
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Iniciar sesiónLeo en la pizarra del bar que hay pupusas y que se puede pedir aguapanela para beber. Una compañera que me acompaña en el paseo y que conoce bien la gastronomía centroamericana reacciona con entusiasmo, me explica qué es una pupusería y en qué consiste ... su plato principal, la pupusa, declarada plato nacional de El Salvador. Sí, estoy paseando por Sevilla pero lo foráneo en esta zona no está en el sushi, el bao y el tataki de atún que me topo en todos los bares del centro; en estos bares de la Macarena o el Polígono Norte lo que me resulta exótico no es asiático sino latino. Pruebo la pupusa: es una tortilla gruesa con masa de maíz o arroz rellena de ingredientes como chicharrón o queso; está deliciosa, es ese tipo de comida versátil y barata que se ha creado en las cocinas de aprovechamiento.
De lejos veo una pintada en una cancela que avisa: «Bar Wilson al frente». El mensaje está acompañado de la bandera tricolor de Ecuador, pero la gramática ya me estaba avisando del aire americano: el empleo de la locución adverbial «al frente» con el sentido de 'en el otro lado de la calle, en la acera opuesta' no es propio del español de España, que habría usado la expresión «enfrente». Así que cruzamos y, con el sabor azucarado de la aguapanela en la boca, entramos en otro bar latino, uno de esos establecimientos nostálgicos donde se reúnen los que han cambiado de tierra para comer lo que añoran y ayudarse en el nuevo entorno.
Mentalmente se me configura el vértice perfecto y trazo un triángulo entre América, Sevilla y... Alemania, donde hace una década vi cómo aún subsistían los restaurantes que fundó la migración española instalada en el país germano en los años 60. En ellos tanto se servía paella como marmitako o pescaíto frito, eran rompeolas gastronómicos de las Españas. Sí, todas las nostalgias gastronómicas se parecen, aunque cada sociedad coma a su manera.
Hablamos mucho, y con razón, del español de Andalucía. Lo singularizamos con toda legitimidad: nuestra pronunciación, nuestro vocabulario, con tanta diversidad interna, con tanta visibilidad, con tanta tendencia a suscitar últimamente polémicas, adhesiones identitarias y onomásticas. Pero a fuerza de hablar de cómo hablamos el español, nos olvidamos de que en Sevilla hay otros acentos del español, y que sus hablantes son también sevillanos. Hay, por ejemplo, un español de América en Sevilla, una inmigración económica que trae venturosamente no solo sus palabras sino las que salieron desde el puerto de Sevilla hacia América en los siglos XVI y XVII y que quizá ya apenas usamos aquí.
Y para reconocer esos viajes de ida y de vuelta con la necesaria visión académica de todo hecho lingüístico, acudo al señor de la estatua que veo a diario cuando entro por la calle San Fernando a trabajar dando clases. El fundador de la Universidad de Sevilla, Rodrigo Fernández de Santaella, publicó en 1499 un diccionario bilingüe español-latino donde explica esa cosa exótica que ha visto en Bolonia, cuando estudiaba allí con Elio Antonio de Nebrija: ¡la lasaña! Dice que es «una tortilla delgada untada en aceite» y la compara con las dos realidades que él, sevillano de Carmona, conoce bien: «no es almojábana, mas semeja a la que los andaluces llaman sopaipa». Esa sopaipa es la sopaipilla, el dulce de masa frita que no se vende ya en supermercado alguno, que se sigue comiendo en algunos pueblos de Córdoba por las fiestas y que en Sevilla solo conocen algunas personas de entornos rurales. Su receta, junto con su nombre, embarcó en el puerto de Sevilla, llegó a América en la boca de tantos de aquí que buscaron su oportunidad allí, y hoy, palabra ya decadente en Andalucía, es la sopaipilla que se come masivamente con esa palabra en Chile y Bolivia. En las tiendas latinas de Sevilla la venden, como despachan las almojábanas, poniendo sobre el mostrador voces que los españoles usamos hace un tiempo y abandonamos. Hoy vuelven esas palabras a Sevilla y con ellas vienen otras nuevas como el poroto que nosotros llamamos chícharo, y viene la cortesía americana, tan distinta a la nuestra y tan admirable.
No es fiable la costa a la que no llegan barcos. Naturalizada ya la lasaña, pruebo la pupusa y recupero las sopaipillas: bendito rompeolas lingüístico sevillano, qué triste es la pureza gastronómica y qué imposible la lingüística. No hay lengua viva ni paladar curioso que no se alimente de las palabras y los platos ajenos. Y algunos resulta que son propios. ¿No es esto también parte de nuestra forma de hablar?
Catedrática de de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la universidad de sevilla
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