TRIBUNA ABIERTA
Sevilla es un nacimiento
Desde la crestería de la Fábrica de Tabacos el Ángel de la Fama anunciaba a los pastores que hacen su aprisco en el Prado de San Sebastián el nacimiento del Niño Dios en el barrio de la Macarena
José María Jurado
Volvíamos de la feria del Belén, junto a la catedral, donde los seises danzaban de purísima y oro. Era la Inmaculada y habíamos pagado el oneroso rescate de una sagrada familia palestina de barro que huía a Egipto. Ahora estrenaban su condición de refugiados apátridas, ... lejos de los bombardeos y las luces de mapping, en los esmerados brazos de mis hijas. Quiso el azar, ¿o fue el azahar?, que nos detuviéramos en la Maestranza junto a la estatua de Curro Romero, hecha de bronce egipciano. En los naranjos que la rodeaban habían florecido los primeros copos de nieve o estrellas blancas de muérdago, engañados por la muleta del maestro, no por el cambio climático, que brillaban entre las naranjas, henchidas y resplandecientes como esferas de vidrio sobre las recortadas copas de los verdaderos árboles de Navidad.
Mientras hablaba a las niñas de la primera vez que había visto al Faraón pisar el albero del Valle de los Reyes, «hijas mías, desde lo alto de esta estatua noventa años de tauromaquia os contemplan», repicaron, campana sobre campana, las campanas de la Giralda. Sobre la gran pirámide de la catedral la torre fortísima se me figuraba un inmenso obelisco asomado al arenal de las terrazas que conducen al Guadalquivir, digo al Nilo. Frente a nosotros las palmeras de la orilla enmarcaban la vista de la calle Betis que parecía el caserío de un nacimiento asomado a un río de papel de plata. Por el puente de Triana pasaba una mujer con un cántaro y las primeras estrellas brillaban sobre el cielo morado de poniente, como un fondo de papel pintado.
«En verdad Sevilla es un nacimiento», no había terminado la frase cuando un estruendo de aleluyas y trompetas nos arrebató a las alturas. Como herederos del Diablo Cojuelo y suspendidos en una nube, contemplábamos la ciudad como los turistas que pernoctan en la Torre Pelli. Ante nuestros ojos asombrados se sucedían cúpulas y torreones de mil colores y formas, como en un cuento de las mil y una noches. Desde la crestería de la Fábrica de Tabacos el Ángel de la Fama anunciaba a los pastores que hacen su aprisco en el Prado de San Sebastián el nacimiento del Niño Dios en el barrio de la Macarena.
Las calles y plazas bullían. El emperador Augusto había proclamado un edicto y toda la tierra debía ser empadronada. En los hércules de la Alameda la centuria había dispuesto los despachos del censo y los armaos registraban el equipaje de los viajeros venidos a Híspalis de todas las comarcas de la Bética.
A través de calles y arcos en perspectiva, donde los artesanos obraban en sus mechinales, no cesaba de pasar el gentío que hacía rebosar las posadas como un Viernes de Feria. El suelo parecía alfombrado de juncia y romero como en la mañana del Corpus, pero no era romero, sino musgo, y una gran polvareda de serrín anunciaba la gran comitiva napolitana de turbantes y músicos que hacían sonar tambores y chirimías. Se decía que habían llegado unos magos al Alcázar de don Pedro, tras un largo viaje desde Sevilla Este: Alfonso X el Sabio, Almotamid de Arabia y Juan de Valladolid, alcaide de la cofradía de los negros. Atraídos por la Esperanza, habían visto brillar en el horizonte las estrelladas mariquillas esmeraldas que Joselito regaló a la Señora de San Gil. Pero de don Pedro solo podía esperarse el crimen, en bandeja de plata había servido la sangrienta cabeza de don Fadrique a su amante doña María de Padilla, cuando esta bailara la danza de los siete velos en los baños del palacio.
Aún se esperaba a un cuarto astrólogo, Artabán de la India, que atendía al sobrenombre de 'El Planeta', pero las malas lenguas decían que se había demorado en Triana, bebiendo manzanilla y cantando por soleares en la fragua de los Pelaos.
Una luz verde resplandecía en el arco de la Macarena. Hacía frío y ladraban los galgos de Manuel Torre. Por culpa de un rico avariento no había donde refugiarse del frío y la sagrada familia se había resguardado en la puerta desnuda de la muralla. Los pastores habían arrimado al pesebre una mulilla y un cabestro de los que sirven en la plaza de toros. Entonces vimos al Niño bajo un aura de plata como el de Martínez Montañés en la Capilla del Sagrario…
En ese instante se deshizo el sortilegio y nos vimos en el coche de vuelta a los Bermejales, por una fantasmagórica avenida de la Palmera que azotaba un viento iracundo. Yo me acordé de los versos de Lope, «palmas de Belén que mueven airados los furiosos vientos que suenan tanto, que se duerme mi niño, tened los ramos». A la altura de Heliópolis, el verdiblanco barrio del antiguo Egipto, vimos a lo lejos a una familia, la madre y el niño a lomos de una borriquita, como si huyeran por el palmeral salvaje.
Ya en casa, cuando fuimos a colocar las figuras en el nacimiento, no pudimos hacerlo. Las cajas estaban vacías: «Mira, papá, estas estampas no estaban antes» Faltaban más de cien días para el Domingo de Ramos, pero en la imagen aparecía el Mesías sobre un burro platero, bajo una palmera gigante a la que se había encaramado un niño y ante él, arrodillados y ataviados de fiesta, los mismos pastores que ahora surgían por debajo del arco del portal de la iglesia del Salvador del mundo, para anunciar la otra Navidad de Sevilla, hecha de oro, incienso y luz.
Poeta
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete