TRIBUNA ABIERTA

Ojana de luxe

En la categoría de las imperfecciones vernáculas la ojana sevillana contiende con la venganza catalana, la conjura veneciana y la daga florentina

ABC

José María Jurado García-Posada

La ojana es un plato que, como la venganza, se sirve frío, aunque se cocine a fuego lento, como la envidia. No es un pecado capital, pero sí el pecado original de la capital hispalense. En la categoría de las imperfecciones vernáculas la ojana sevillana ... contiende con la venganza catalana, la conjura veneciana y la daga florentina. Su fundamentación teleológica está por escribirse, aunque su más conspicuo teórico es el director de este periódico, Alberto García Reyes, que aún nos debe su tratado 'De ojana', que algún día será universalmente citado entre los clásicos (del añorado Antonio Burgos al maestro Fernando Iwasaki, graves estudiosos y patriarcas del fenómeno) por su segundo título: «De laude falsa hispalensi». Él sabe que se lo digo… sin ojana (y aquí figúrense un emoji de los de amarillo albero, mirada de soslayo y sonrisa en regresión).

El falso elogio sevillano articula la convivencia y la ciudad lo acepta con connivencia, para evitar males mayores. ¿Se imaginan a cientos de miles de personas diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, en la cena del pescaíto o en los palcos de Semana Santa? No habría círculos suficientes en el Infierno de Dante para describir este panorama, las casetas convertidas en el efímero ring de una semana, las sillas en cadalsos de un auto de fe…

La ojana cumple una benemérita función amortiguadora. De la palmadita en el hombro al elogio plumífero con acompañamiento de cornetas y tambores, recorre espumosamente toda la escala social; del excelentísimo Palacio de San Telmo al comprometidísimo Pumarejo, del reverendísimo Cabildo de la Catedral al beatísimo salón parroquial (todo sea dicho, por supuesto, sin ojana y con emoji).

En otras sociedades, más protestantes o severas, como la prusiana o la suiza, no faltará el tipo frígido, cara de carámbano, corazón de pedernal, que espete a la cara de sus vecinos lo que (realmente) piensa de ellos. Las ciudades barrocas y católicas precisan, en cambio, de un código teatral y diplomático, un desfile de máscaras venecianas y aspavientos napolitanos, para que no se derrumbe la tramoya, la gran maquinaria sobre la que los siglos han cimentado nuestro legendario 'Discurso de la mentira'. Aquí nunca se ha echado en falta la ojana que perdimos.

Pero del tipo de ojana de la que yo hoy quería hablarles —la ojana, como todos los vicios y virtudes, admite gradaciones e irisaciones—, es la más excelsa y refinada, la ojana de lujo. Fabricada en las Almonas de Triana, como el reluciente Jabón de Castilla, y purificada en las Atarazanas, junto a la Caridad, virtud que en el fondo la inspira, esta ojana cumbre se manifiesta cuando alguno de los hijastros de Sevilla cree —¡insensato!— haber rozado ¿objetivamente? la gloria.

Imaginemos un sevillano de línea clara, fino y frío, esaborío de pura cepa, acaso poeta de laureles infinitamente postergados que en un golpe de suerte descubriera, es solo un ejemplo, las inéditas cartas de un escritor romántico o la pertinaz firma de Cervantes. O ese empresario más arruinado que el tranvía de la Expo que, de repente, se hiciera rico vendiendo cromos y calcetines con los mejores paisajes de Sevilla Este. Quizá una influencer preterida por los Premios Vidriera, que inesperadamente triunfa con su colección de peinetas (no de carey) selectas. A esta persona que ingenuamente cree que podrá presentarse ante siete siglos de gerontocracia sevillana y exhibir su dulce, por amarga, victoria lo está esperando el ojanador de luxe desde que el primer fenicio puso su pie en la calle Águilas.

Justo cuando el héroe de la perseverancia, tras décadas de ruido y furia, se dispone a pronunciar su «ahí queda eso» que, traducido del sevillanés, quiere decir «ahí os quedáis»; justo en el instante en que se disponía a vocear su autopregón de las glorias, es elevado a los cielos como un paso de Semana Santa por el abrazo de su sempiterna némesis, el eterno enemigo que jamás le franqueó el paso ni en una bulla de la calle Francos. Sus oídos no dan crédito (a él que tantos le negaron) ante el voluptuoso elogio, ante el rizo halagador: «¡Maravilloso! ¡Maravilloso!».

De esta forma el rostro de quien venía a cobrarse su venganza histórica en forma de suscitada envidia queda paralizado. En vano será articular una palabra o seguir su camino, una ojana como la catedral de grande cubre sus hombros. Y mientras siente el frío de una daga de acero en las entrañas se dirá aquello de Bécquer, el de las cartas inéditas: «Si mañana, rodando, este veneno envenena a su vez, ¿por qué acusarme? ¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?».

Y con la terrible admonición aún resonando en sus oídos irá a apostarse en la Punta del Diamante o en Matacanónigos, para aguardar al concejal, al obispo auxiliar, al pregonero e infligir a su vez el inmortal abrazo:

—¡Maravilloso!¡Maravilloso!

SOBRE EL AUTOR
José María Jurado

Poeta

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