tribuna abierta
Imaginad la nieve
El archivo de ABC y la hemeroteca de Sevilla conservan una amplia colección cada vez que un frente polar amenaza con invadir escandinavamente las orillas del Guadalquivir

¡Nieve en Sevilla!» Así titulaba ABC la crónica del 3 de febrero de 1954 tras la nevada del día de la Candelaria de hace setenta años. El día 4, bajo el epígrafe 'La gran nevada de Sevilla', el diario publicaría tres fotografías: la célebre ... de la estatua del Cid combatiendo el temporal como si hubiera retornado a Burgos y otras dos, una del Parque de María Luisa y la otra del Alcázar, cuyo alcaide, el poeta Joaquín Romero Murube, franqueó las puertas a Serrano, el gran fotógrafo de ABC. El propio Romero Murube disparó algunas fotos, como aquella en que la Giralda nevada asoma por la arcada del Patio de la Montería. El poeta sería a su vez retratado bajo un pesado abrigo, junto a la copa desnuda de un árbol con las ramas cuajadas de nieve y un fondo difuso de torres y murallas con un halo romántico.
Entonces se hicieron muchas fotos, pero hoy nos parecen muy pocas. El archivo de ABC y la hemeroteca de Sevilla conservan una amplia colección que nunca falta en los medios cada vez que un frente polar amenaza con invadir escandinavamente las orillas del Guadalquivir, como hicieron los vikingos en el año 844 o Ikea en 2004. No faltan tampoco en los álbumes de las familias sevillanas estampas de aquel día. Junto a los únicos muñecos de nieve que conoció la ciudad hasta el advenimiento de Frozen y su Olaf: «las calles, cubiertas por la nieve, vieron aparecer a grupos de sevillanos que le dieron a la tranquila y gélida noche un aire de jornada de año viejo o Navidad». Aquí, donde nunca falta el calor, los abrazos (sin ojana) siempre fueron calentitos…
Sorprende, sin embargo, que la noticia no ocupara la cubierta del periódico en ninguna de las dos jornadas. La del día 3 de febrero se dedicó curiosamente a otro evento climático al cumplirse un año de las terribles inundaciones de los Países Bajos del 53, una DANA neerlandesa que dejó miles de muertos, «Holanda, se recupera», mientras que en la del día 4 aparece la imagen de un helicóptero que transporta lo que parecería un platillo volante junto al titular «Refugios aerotransportables». La prensa, que es el mejor termómetro de su tiempo, se hacía eco de otras preocupaciones. No se vivía entonces bajo la actual fascinación por los agentes meteorológicos, sino bajo la seducción de los agentes secretos y se temía más la gelidez nuclear que al frío siberiano, con el que compartía, y aún comparte, putinesca denominación de origen. Así explicaba el periódico los orígenes del pertinaz cambio climático que todas las generaciones han conocido desde el origen del mundo: «la serie de anomalías climatológicas que llevamos padecidas nos hacen pensar en trastornos atmosféricos causadas por determinadas explosiones».
No he encontrado en las memorias literarias de la época demasiadas referencias a este suceso, como sí sucede con las venecianas y más frecuentes arriadas que hacían de la Alameda una sucursal de la Plaza de San Marcos en tarde de acqua alta. Nos ha faltado un Tolstoi en la Alfalfa y una mano de nieve que supiera contarla, aunque nadie hubiera mejorado a Bécquer, que ya lo hizo en La Venta de los Gatos: «Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve». Y es que en las encaladas fachadas del sur la nieve es una redundancia, como lo es en las imágenes en blanco y negro, donde la radiante blancura del fenómeno velaba los detalles de las fotografías, que tienen aspecto de film de serie B.
Ha circulado estos días por las redes una galería de imágenes generadas por una IA -¡ay!- que reproducen una Sevilla escarchada tan ful como glacial. Tampoco nos sirven, carecen de épica boreal. Yo sueño, como Bing Crosby, con una blanca navidad de Sevilla en la que toda el agua de la Semana Santa y la ojanesca frialdad de sus más conspicuos moradores se fundan, es decir, se congelen, y dejen la ciudad revestida de mármol de Carrara.
Imaginad Sevilla ungida por la nieve. Instagram colapsaría y una avalancha inmaculada de postales dejaría cubierta las redes cortando las comunicaciones como en el 54. Ya veo al fotógrafo Pepe Morán en la calle de Blanco White exprimiendo la luz de una triple redundancia, o la tribuna de Lutgardo García, que ya cantó la nieve en la Sierra de Aracena, «¡ha nevado, Señor, en Galaroza!» y que acaso titulara su artículo con aquel verso de Juan Lamillar -poeta de la nieve roja-, «mientras se borra el mundo». Aunque los poetas aficionados nos quedaríamos pronto sin metáforas evocando los almendros y jazmines que Al-Mutamid hiciera florecer en el Alcázar para Rumaikiya que tenía nostalgia de la nieve que no había visto y nosotros ahora sí.
Imaginad la nieve. Los niños en trineo por la Cuesta del Rosario y las muchedumbres en la Alameda tirándose bolas y haciendo muñecos, como en un panorama de Brueghel. Los naranjos henchidos de copos, que no lo serán de azahar, transmutados en abetos con encendidas naranjas como adornos. ¿Se congelaría el Guadalquivir?
Imaginad la nieve. Bajo el puente de Triana ved a los patinadores y sobre las agujas de la catedral otras agujas de hielo, como un palacio de cristal, y más arriba, sobre los jarrones de la Giralda y sus tallos de hierro, posadas como palomas, las inmaculadas azucenas de la escarcha.
Imaginad la nieve. Lejos y en la mano, la ciudad contenida en una esfera de cristal que agitamos con cierto temblor cósmico al sentir, como en el cuento de Joyce, que cae «sobre todos los vivos y los muertos.
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