TRIBUNA ABIERTA
«Haced esto en memoria mía»
Todos los señores de este mundo –cosas, personas, afectos– nos esclavizan; únicamente la adoración al Señor nos sitúa en la verdad de nuestra condición, la máxima dignidad que podemos alcanzar: la de llegar a ser hijos de Dios
José Ángel Saiz Meneses
El Jueves Santo es como una señal luminosa del Amor de Dios que llega hasta nosotros con poder para tocar lo más íntimo del corazón y transformarlo, plasmando en él su novedad. «Con vivo deseo, he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» ( ... Lc 22,15). Estas palabras, que Jesucristo dirige a los discípulos al inicio de la Última Cena, en la que instituye el sacramento de la Eucaristía, expresan un redoblamiento de su propio deseo. El Hijo del Hombre ha venido para asumir con la misma humanidad también los deseos humanos, de forma que todo anhelo del corazón del hombre queda plasmado en el sacrificio por el que se entregó por nosotros. Pero ese redoblamiento del deseo supone además la incorporación del ser humano al deseo divino, de forma que los seguidores de Cristo están llamados a desear como Cristo desea; el propio san Pablo lo explica con toda claridad: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina… tomó la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres… se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 5-8). Esa es la llamada que hoy late en nuestro corazón: Cristo asume nuestros deseos, hace suyos nuestros anhelos más profundos, para que, a través de su entrega amorosa, que se renueva una y otra vez en la celebración de la Eucaristía, nosotros asumamos también su propio deseo de caridad generosa, de fraternidad gestada en su don, que Él pone de manifiesto: «Haced esto en memoria mía» (1Co 11,24).
Y es que la sangre de Cristo, «que habla mejor que la de Abel» (Hb 12,24), nos injerta en la nueva y eterna Alianza que Dios ha sellado con el nuevo Israel, con la Iglesia que es su Pueblo. Cristo ha sellado este pacto nuevo derramando su sangre en la Cruz, la misma Sangre que da a beber a sus discípulos por adelantado la tarde del Jueves Santo. En la entrega de su Cuerpo y de su Sangre, el Señor instituye la Eucaristía, legando a la Iglesia el sacramento que es memorial de su Pasión, de su sacrificio en la Cruz y de su Resurrección. En la Eucaristía, Cristo se da de un modo real, sustancial, permaneciendo por siempre en su Iglesia. Esto tiene que suscitar en los cristianos un modo de vida eucarístico, conformar eucarísticamente la existencia, «haced esto en memoria mía» (1Co 11,24).
La novedad eucaristíca, implica la necesidad de tomar conciencia de que no estamos solos, pues Dios no nos ha dejado desvalidos, sino que, al contrario, permanece muy cerca de nosotros, junto a nosotros. El que se entrega en la Eucaristía, de ese modo, se queda junto a la Iglesia. Así nadie está solo, nos precede el Amor de Dios, manifestado y realizado eficazmente en este sacramento. La Eucaristía implica además una promesa de libertad: a través de la confianza y de la adoración al Señor, alcanzaremos la auténtica libertad. Todos los señores de este mundo –cosas, personas, afectos– nos esclavizan; únicamente la adoración al Señor, ante cuyo nombre, «toda rodilla ha de doblarse en el cielo, en la tierra, en el abismo» (Flp 2,10-11), nos sitúa en la verdad de nuestra condición, la máxima dignidad que podemos alcanzar: la de llegar a ser hijos de Dios. La existencia eucarística pasa además por vivir en el amor, ya que la Eucaristía es el sacramento de la caridad y éste le da una forma concreta a nuestra vida. El amor recibido de Dios ha de reproducir en nosotros gestos de amor concreto: el amor de Dios se paga con amor, correspondiendo ese amor, amando a nuestros hermanos, hasta dar por ellos la vida. Si en la Eucaristía recibimos el Cuerpo roto de Cristo, también nosotros hemos de partir nuestro cuerpo por nuestros hermanos, hasta el punto de morir a nuestro yo para entregarnos a los demás: en el ejercicio de la limosna, con el perdón a quienes nos han ofendido, con la entrega de nuestro tiempo, haciendo presente la cercanía de Cristo ante quienes se sienten solos y abandonados.
En la visita a los monumentos el Jueves Santo, la Iglesia toma conciencia de que Dios no permite nuestro desvalimiento, sino que, al contrario, ha sellado una Alianza nueva, eterna, fundada no sobre la muerte de animales, sino en la Carne y la Sangre de su Hijo, que en la Cruz, nos abrió las puertas de la Redención. «Haced esto en memoria mía» (1Co 11,24). La 'memoria' que el Señor nos dejó aquella tarde se refiere al momento culminante de su existencia terrena, es decir, el momento de su ofrenda al Padre por amor a la humanidad. Y es una 'memoria' que se sitúa en el marco de una cena, la cena pascual, en la que Jesús se da a sus Apóstoles bajo las especies del pan y del vino, como su alimento en el camino hacia la patria del cielo. Esta es la maravilla que cada día se actualiza real y sustancialmente en la celebración de la Eucaristía, así que, cada vez que volvemos a participar de ella, experimentamos cómo este sacramento es un manantial de Vida Divina, un anticipo de aquella patria celestial ya aquí en la tierra.
Es Arzobispo de Sevilla
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