cardo máximo
Abrazos vulnerables
Esa debilidad asumida y plenamente aceptada por ambos es la que hace del momento una felicidad compartida
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Iniciar sesiónLa casualidad –uno prefiere pensar que fue fruto de la Providencia– quiso que a la hora en que se producía el abrazo del demonio en Sidney del que ha derivado toda la agenda informativa de la pasada semana, me sintiera confortado contemplando despaciosamente 'Cristo abrazando ... a San Bernardo' de Francisco Ribalta, que cuelga en el Prado. El gozo indecible que acompañó la experiencia es imposible de trasladar al papel, como sucede cuando nos dejamos llevar por lo que sentimos y gustamos internamente y no por la emoción que embota los sentidos. La euforia nos estraga.
Pero todavía más, la altivez. Dejarse abrazar –como lo hace el monje de Claraval en la obra de Ribalta– es ofrecer al otro el corazón desprotegido, desguarnecido de toda prevención, desarmado para palmear efusivamente la espalda de quien nos rodea con los brazos o cerrar amorosamente un lazo que abarca y prolonga el propio cuerpo con el de la persona a la que estamos abrazando. Hay abrazos místicos, como el de San Bernardo y el Cristo desenclavado, y abrazos carnales: nada más íntimo que el de los amantes frente a frente, ofreciéndose recíprocamente en la desnudez más completa. Nos abrazamos en la derrota y en el éxito, en las alegrías y en los duelos, en la adversidad y en los momentos felices. Rodeamos a la otra persona con los brazos y le hacemos sentir la calidez de nuestro cuerpo junto al suyo, como una caricia en la piel.
Pero también hay abrazos simulados, engaños a los ojos de los demás para aparentar una cercanía y una complicidad inexistentes. Y abrazos forzados, arrumacos que no lo son porque nos hacen cautivos de una situación en la que no querríamos estar. Achuchones que incomodan o que punzan como si los brazos y el cuerpo que se nos ofrece a rodearnos estuviera recubierto de alfileres. Y aun así, no vemos la oportunidad de zafarnos y poner fin a esa intrusión.
Porque no es el consentimiento (legal, social, moral, etcétera) el que determina si el abrazo es sincero o fingido, sino la vulnerabilidad con que acuden al encuentro quienes se abrazan, como refleja a la perfección Ribalta en su composición pictórica del siglo XVII con el monje dejándose caer en los brazos del crucificado sin aferrarse ni abalanzarse. Esa debilidad asumida y plenamente aceptada por ambas partes es la que hace del momento una felicidad compartida y no un gesto vacío impuesto por la fuerza convertido en algo desagradable o incómodo del que preferimos huir cuanto antes.
Ojalá que de toda esta zarandaja del abrazo inapropiado y del beso fuera de lugar saliera algo en claro: no conviene malbaratar los gestos que nos hacen del todo humanos. La vulnerabilidad y el abrazo están tan cerca que se anudan sin querer. La euforia banaliza y la soberbia es corrosiva. Después de todo, quizá no nos vendría mal un poco de educación sentimental victoriana: no hay abrazo más sentido que el que se queda por dar.
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