Sevilla al día

De plazas muertas y trampas

Lo que mata a una plaza no son los veladores, sino el vacío. Pero hay que regularlos porque hay zonas saturadas

Soy un firme defensor de los veladores. En una ciudad que vive en la calle, las terrazas de los bares aportan identidad, disfrute del espacio público y economía. Son una extensión natural de nuestro carácter, un lugar donde convivir con un entorno en muchos casos ... privilegiado. Tomar una cerveza o un café en plazas como la del Museo o la de San Lorenzo es un placer. Con un control, para evitar que se conviertan en la del Cabildo de Sanlúcar de Barrameda donde no se puede literalmente andar, zonas como San Andrés, el Pozo Santo, San Juan de la Palma, Zurbarán, San Antonio, la Alfalfa o los Venerables mantienen un equilibrio por más que critiquen algunos tristes que prefieren tomar el té de las cinco en casa y salir cuando no haya nadie en la calle. Los bares son esencia de la capital, la ciudad respira. Y no sólo no sobran, sino que faltan en algunos lugares.

Esto ocurre en la Plaza Nueva. A los mustios que se indignan con los veladores habría que recordarles que allí hubo a principios del siglo XX unos merenderos con pérgolas de forja y toldos, con sillas y mesas, donde pasaban las horas los sevillanos junto a un quiosco de la música. Un diseño historicista que ahora va a recuperar el Ayuntamiento, afortunadamente. Otro ejemplo es la plaza del Cristo de Burgos, tomada literalmente por indigentes, un lugar que no puede ser considerado para el disfrute de la ciudad entre el olor a basura, el mendigo durmiendo en el banco o la rama del árbol que se asoma peligrosamente al precipicio.

Les digo otra similar: la Concordia. Está en el mismo eje que la Gavidia. Y, pese a tener un parque infantil, la vida esta en esta última. La razón, más allá de estar secuestrada por personas que hacen sus necesidades, beben y duermen al aire libre, es que una tiene bares y la otra no. Y estos, además, no impiden en absoluto pasear a los transeúntes. Molviedro es el ejemplo de la plaza muerta por antonomasia. No vive nadie. Y nadie se para. Es un escenario bellísimo, pero sin vida. Algo similar le ocurre a la de Santa Isabel, en aquel rinconcito bucólico detrás de San Marcos, que es de paso y pocas veces de estancia. Un decorado silencioso.

Los veladores no son enemigos del peatón ni del patrimonio, sino aliados de una ciudad que ha hecho del encuentro su manera de estar en el mundo. Lo que mata a una plaza no es una mesa, sino el vacío. Pero hay que regularlos, porque hay zonas que están saturadas, repletas de terrazas que convierten en una trampa determinadas calles.

El pasado viernes, cuando terminó de pasar el extraordinario Stabat Mater del Museo por la Cuesta del Bacalao, se produjo un tapón inmenso en la estrechez de Álvarez Quintero entre quienes iban y venían. No había espacio, porque la mitad estaba tomado por las enormes mesas del restaurante. Lo mismo ocurre en Albareda, con apenas 1,80 metros para los peatones. O el Salvador, tomada ya por los bares sin control. Por eso en Sevilla hay que trazar la medida entre la plaza que se ahoga y la que no respira.

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