Sevilla al día
Me estás estresando
La impuntualidad hispalense no es un defecto, es una virtud, porque forma parte del sentido de la medida de la ciudad
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Iniciar sesiónHay dos escenas que agobian al sevillano. Se nos retuerce el humor al llegar el primero a una reunión de amigos. O, al ir con prisa a algún lugar, encontrarnos con el clásico paliza que se toma en su máxima literalidad la pregunta tópica del '¿ ... qué tal?', y acaba contándote sin piedad su vida, obra y dolores. Todos tenemos al amigo puntual, irritante agonía del reloj, que te recibe al llegar como la caribeña del anuncio de Malibú que está esperando impaciente al autobús y, cuando éste para, le dice al conductor: «Llega 38 segundos tarde». En Sevilla, como en aquella mítica publicidad, nos tomamos la vida en serio, pero no tanto. Por eso aquí nos trabajamos el arte de llegar tarde. La impuntualidad hispalense no es un defecto, es una virtud, porque forma parte del sentido de la medida de la ciudad. Llamar al telefonillo de una casa a la hora en punto en la que se ha acordado la cita se considera tan informal como hacerlo con excesivo retraso. Hay que dar esos 15 minutos de margen para que el anfitrión recoja la ropa sin necesidad de hacerla bola en el armario.
Afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar. Ya lo dijo Calderón de la Barca. El sevillano no tiene esa suerte. Y es aquí donde se produce otra de las dualidades filosóficas de nuestro código ético. Somos tardones pero odiamos el retraso. Al contrario que en La Habana, donde los cubanos viven en el tiempo sin tiempo de dejar pasar la vida mirando desde el Malecón al horizonte por donde se pone el sol, nuestro metrónomo está ajustado. Aquí las citas se dan con la precisión de una parábola: «A eso de las nueve», «cuando refresque». En Feria no hay horas, nos encontramos al tropiezo imprevisto en una esquina de albero. Y al colega con ese aura anglosajona que exprime su vida en función de las manecillas se le mira con sospecha. Como si hubiera perdido la paciencia. O, peor incluso, el compás.
Por eso en Sevilla, cuando las cofradías dejaban retraso, era porque se recreaban. Se dejaban ir. Ahora no se perdona el minuto de más. Todo ha cambiado como tantas cosas en nuestra ciudad, que ha ido perdiendo el pulso a su costumbrismo. Hemos desbordado la calle y nos ha obligado, por necesidad más que por virtud, a medirnos y ser, como en el tango popular de Triana, «un reloj marcao con las horas/ y los minutos del mal paguito / que tú me has dao./ Al pasar por la Campana/ lo primero que se ve/ un guardia tocando un pito/ y en la manita un papel».
Nuestros gobernantes siguen jugando con nuestro tiempo porque nunca comprendieron que aquí le damos tiempo al tiempo, pero que ya estamos al límite. Que vivimos en la desesperación shakesperiana por sus promesas incumplidas: «Malgasté el tiempo. Ahora el tiempo me malgasta a mí». Hartos de esperar al puente y la carretera, al metro y al museo, nos hemos rebelado. Somos ya como la negrita del Malibú apremiando porque vamos tarde. Y al mismo tiempo, en nuestra dualidad, saltamos como el chófer del tranvibús: «Me estás estresando».
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