tribuna abierta
Trump nos riñe y nos desnuda
Trump cabalga de nuevo enfundado en su ropaje prepotente y aislacionista

LA guerra hispano-americana de 1898, instigada con pasión por la prensa estadounidense, mal abordada por la inconsciencia de algún político español y desencadenada por Washington con el falaz pretexto de la voladura del Maine en la Habana, acabó con el abandono por España de ... Cuba, Filipinas, Puerto Rico y estratégicas islas del Pacífico. La causa vociferada para declararnos la guerra fue librar a los cubanos del yugo español. Una resolución del Congreso en Washington decía que la situación en Cuba era «un desdoro para la civilización cristiana».
Las motivaciones santurronas norteamericanas pronto saltaron por los aires. El escritor Mark Twain escribiría que se percataba «de que no tenemos la intención de liberar sino de subyugar Filipinas». Y Washington estuvo décadas interviniendo en la política de la Cuba independiente gracias a la Enmienda Platt.
Por otra parte, en la negociación del Tratado en París que concluyó la guerra, los liberados, los cubanos, no tomaron parte. Ahora Trump parece repetir el guion, pactar las pautas de un acuerdo de paz con Putin, dárselo masticado a Zelensky y marginar a los europeos .
Las grandes potencias gustan de rehacer el mapa del mundo entre ellas, sin participación de los más pequeños ni de los afectados. Al final de la Primera Guerra Mundial la conferencia de Versalles reunió a medio mundo pero las decisiones las tomaron los vencedores del momento: Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos. El presidente americano Wilson, un idealista irrealista, venía constantemente predicando que había llegado la época de la diplomacia abierta y la paridad entre las naciones. Luego, en los meses que pasó en Versalles olvidó su santo propósito: sostuvo unas doscientas reuniones sólo con los otros grandes, el inglés Lloyd George, el francés Clemenceau y el italiano Orlando. Ellos, sólo ellos, moldearon totalmente el Tratado. La opacidad llevó al periódico Le Figaro a decir que la Conferencia parecía un cuadro cubierto con tinta negra titulado «Batalla de negros de noche en un túnel».
El hecho se repitió en 1945 al concluir la II Guerra Mundial. Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña cosieron el nuevo traje internacional en Yalta y luego lo impusieron en la Conferencia de San Francisco que creó la ONU. Ellos tres, con Francia y China, tendrían un poder omnímodo en las Naciones Unidas, un asiento permanente en el Consejo y derecho de veto. El privilegio vesánico que se concedieron es tal disparate que la ONU no puede tratar el ataque a Ucrania porque el agresor, Putin, tiene el veto.
Trump ahora cabalga de nuevo enfundado en su ropaje prepotente y aislacionista. Y los sesudos gobiernos europeos se pasman de que pretenda llevar a cabo todo lo que ha proclamado desde hace meses y años: le preocupa China, no la defensa de Europa, quiere solucionar el tema de Ucrania porque es un lastre económico y una distracción en sus objetivos, por ello Zelensky tendrá que hacer concesiones dolorosas, y ya está harto, muy harto, de que los europeos no gasten en defensa lo que deben porque, gorrones empedernidos, vienen confiando en que Washington los protegerá. Esto se ha acabado.
Su vicepresidente Vance, el secretario de Defensa y otros corifeos han estado estos días en Europa y sin pudor entonan explícitamente el nuevo evangelio: «Ha llegado un nuevo sheriff al pueblo» cuyos mandamientos son que Europa debe defenderse a sí misma, «no es justo que Washington pague la factura mientras los europeos gastan enormemente en seguridad social»(Marco Rubio dixit), no le importa que Putin dé sustos a los cicateros en defensa, Ucrania debe resignarse a perder parte de su territorio, no entrar en la OTAN y no tener garantías de seguridad de Estados Unidos que comenzará a retirar soldados del viejo continente. Vance, un político que los americanos consideran articulado, nos ha dado incluso, con un par, lecciones de democracia muy apreciadas por su jefe.
El enfoque de Trump de los temas es ciertamente altanero y autocrático. Tiene la sartén por el mango y no es exactamente diplomático. Su cesión a Putin, en el problema de Ucrania, de importantes bazas negociadoras antes de sentarse a la mesa es sorprendente y sólo parcialmente explicable por su egolatría («yo solucioné el problema en dos meses»), su fascinación por los autócratas (olvida que Putin es el criminal agresor y que está acusado por el Tribunal Internacional de haber secuestrado a 20.000 niños ucranianos) y su ansia por concentrarse en temas como el déficit, la inmigración o la amenaza del Indo-Pacífico.
Quiere pasar a la historia como el hombre que transformó Estados Unidos . Es dudoso que lo consiga pero puede ser como lo calificó Le Monde un «sepulturero del orden liberal internacional» que minimiza las alianzas y al que le importa un pimiento promover la democracia en el mundo.
Sus defensores dirán que sus predecesores que crearon la OTAN nunca pensaron que la presencia americana en Europa sería permanente(en 1949 Acheson dijo categórica e indignadamente que «no lo sería»), pero los dirigentes europeos, que estos días padecen dispepsia al oír a los apóstoles trumpianos -ya hablan de «traición» de Trump-, no pueden engañarse. El americano lo había pregonado. Los europeos, sin embargo, y nosotros, como sabe Trump, con Sánchez a la cabeza, no han querido nunca hacer la incómoda pedagogía de decir al votante que el estado de bienestar implica también gastar mucho más en defensa.
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