Tribuna Abierta
El desmérito y la incapacidad
Se pretende que jueces y fiscales deban su carrera no al mérito, sino al poder que los ha facilitado entrar

Siempre se ha considerado el acceso a la carrera judicial como un síntoma de excelencia, de mérito y capacidad para ello donde no existían dudas de que quien accedía a dicho cuerpo judicial se le presumía una disciplina de esfuerzo, de trabajo, de compromiso y ... también de vocación.
Sin embargo, en una sociedad donde viene imperando la mediocridad y donde el valor del esfuerzo y sacrificio está sobrevalorado, el Gobierno nos presenta la llamada «Ley Bolaños» como una reforma imprescindible para modernizar la carrera judicial y fiscal, que más que un avance social, va a suponer un «serio retroceso» del Estado de Derecho.
En un país que atraviesa una crisis no solo social o política, sino profundamente moral, la llamada 'Ley Bolaños' llega como un síntoma más que como una solución. Se presenta como una reforma para modernizar la carrera judicial y fiscal, pero en realidad encarna algo mucho más peligroso: la consagración del desmérito como principio de organización institucional. Detrás de palabras nobles como «igualdad de oportunidades» o «acceso democrático», lo que se oculta es un intento deliberado por diluir el mérito, erosionar la independencia del poder judicial y reconfigurar el Estado al servicio de un Ejecutivo cada vez más voraz.
Porque aquí no hablamos solo de un cambio técnico en oposiciones. Hablamos de algo más grave: del desmontaje de un sistema que, con todos sus defectos, aún preservaba una idea exigente de la función pública. Ingresar en la carrera judicial o fiscal no era fácil ni inmediato. Requería años de estudio, renuncias personales, una ética del esfuerzo que no solo seleccionaba cerebros, sino también carácter. El que lograba entrar lo hacía sabiendo que se le exigía neutralidad, rigor y autonomía frente a los poderes. Esa exigencia era, en sí misma, una garantía para todos nosotros: para el ciudadano que mañana comparecerá ante un juez y querrá saber que su causa no depende de afinidades políticas ni favores previos.
Pero este nuevo marco legal no busca mejorar el sistema: busca neutralizarlo. Bajo la retórica de la «igualdad social», se socava el principio constitucional de mérito y capacidad, sustituyéndolo por cuotas, accesos paralelos, pruebas más laxas y sistemas opacos de selección. Se dice que se quiere democratizar el acceso a la judicatura, pero lo que realmente se hace es abrir la puerta a mecanismos arbitrarios, donde el compromiso y la preparación pesan menos que la oportunidad, el contacto o la ideología.
No se trata solo de introducir becas o modernizar temarios (cuestiones positivas si se hacen con criterio), sino de legitimar el atajo como norma, el acceso rápido como virtud, el premio sin esfuerzo como derecho. Esta es la verdadera modernización que propone la Ley Bolaños: igualar por abajo, diluir la excelencia, hacer que todos entren sin importar cuánto hayan luchado por hacerlo.
El trasfondo político de esta reforma es evidente y grave: construir una judicatura más dócil, más agradecida, más funcional al Ejecutivo. No es casual que se refuerce el acceso de juristas externos sin oposición rigurosa, que se flexibilicen los ascensos por antigüedad y que se recorte la democracia interna de las asociaciones judiciales. Todo responde a una lógica clara: restar autonomía al poder judicial, facilitar su colonización ideológica y diluir su fuerza institucional.
Se pretende que jueces y fiscales deban su carrera no al mérito, sino al poder que los ha facilitado entrar. ¿A quién obedecerán entonces cuando les toque decidir sobre un abuso del Gobierno, una corrupción política o una vulneración de derechos fundamentales? No a la Constitución. No a su conciencia profesional. Lo harán –como se teme desde muchas asociaciones judiciales– desde una lógica de fidelidad partidista o agradecimiento estructural. Y eso nos afecta a todos.
Lo más desolador no es la ley en sí, sino el clima social que la permite. Esta reforma es hija de un tiempo en el que el esfuerzo ha perdido valor. En el que la constancia se ve como un capricho elitista, y la exigencia como una forma de exclusión. En el que todo se quiere rápido, fácil, convalidado por decreto. Se desprecia al opositor que lleva años estudiando en silencio, se burla del que exige calidad técnica, y se aplaude al que llega por el camino más corto.
La ley Bolaños no hace sino institucionalizar esa lógica decadente: la del mérito como obstáculo, la de la excelencia como privilegio sospechoso. Es el reflejo de una sociedad en la que el compromiso con lo público ya no exige sacrificio ni rigor, sino adaptación al discurso dominante. Y donde la capacidad individual ya no es un valor a proteger, sino un rasgo a diluir para que nadie se sienta incómodo.
El gran peligro no está en la norma, sino en la costumbre. Si aceptamos que el acceso a los altos cargos del Estado puede responder a criterios ideológicos, si asumimos que el mérito es negociable y la independencia un estorbo, entonces estamos abriendo una grieta profunda en el pacto democrático. Porque lo que está en juego aquí no es el modelo de examen, ni siquiera el reparto de plazas: lo que se diluye es la idea de que el Estado debe estar en manos de los mejores, no de los más cercanos al poder.
Es urgente que la sociedad civil despierte. Que los jueces y fiscales sigan alzando la voz, como lo están haciendo. Que las universidades, los medios y los ciudadanos no acepten este nuevo orden basado en la mediocridad organizada. No hay progreso sin exigencia, ni justicia sin mérito.
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