EN LÍNEA
Viajar por decreto
El ocio estival, territorio que debería invitar a la pausa, al descubrimiento personal o incluso al aburrimiento creativo, ha quedado colonizado por la lógica del rendimiento
He tenido la ocasión estos días de releer 'El cuarto de atrás', de Carmen Martín Gaite. La Selectividad y los libros que se quedan sobre las mesillas de hijos adolescentes lo motivaron. Uno de sus pasajes, el de 'El sombrero negro', reverbera aún en mi ... cabeza. «Creo que los viajes tienen que salir al encuentro de uno, como los amigos, y como los libros y como todo. Lo que no entiendo es la obligación de viajar». La obra es de 1978. Una visionaria la salmantina, cuya idea, trasladada al presente, resulta un tanto demoledora.
En algún momento decidimos que no viajar era sospechoso. Que quedarse en casa en verano era poco menos que una anomalía o una muestra de fracaso vital. Y desde entonces, el turismo dejó de ser aventura para convertirse en consigna. Hay que subir al tren de la autoafirmación a golpe de 'check-in' e historias de Instagram. El ocio estival, ese territorio que debería invitar a la pausa, al descubrimiento personal o incluso al aburrimiento creativo, ha quedado colonizado por la lógica del rendimiento. Hay que «aprovechar» las vacaciones, «exprimirlas», como si el descanso no tuviera valor si no se traduce en kilómetros recorridos, fotos tomadas y experiencias «vividas» y, sobre todo, «narradas» aunque sean exactamente las mismas que millones de personas devoran en paralelo. Basta con darse un paseo por los aeropuertos o mirar los mapas de calor de Google para comprobarlo: hay más tiempo invertido en «escapar» que en entender de qué escapamos. Lo peor no es la masificación —que también— sino el empobrecimiento del sentido. Porque lo que antes era una dulce evasión ahora es un producto. Una travesía organizada, una experiencia cerrada, una sensación que ya viene descrita de antemano. La cultura del viaje ha sido sustituida por la industria del destino. Y en ella todo está previsto, desde la foto que debes hacer hasta el restaurante donde debes comer y la cola para entrar en el sitio que «no te puedes perder». No hay margen para el hallazgo, para lo imprevisto, para equivocarse de camino y descubrir algo mejor. Es el viaje sin desvío. La aventura sin riesgo. El mundo convertido en parque temático.
Martín Gaite lo veía venir: los viajes pierden su misterio porque lo hemos perdido nosotros. Porque nos movemos como quien cumple una orden y se somete a un ritual socialmente exigido. Cada vez que alguien dice que no va a salir este verano, que se queda en su ciudad o que prefiere ir al pueblo, salta la pregunta incómoda, inquisitorial: «¿Pero no vas a ningún sitio?». Como si no marchar fuera un síntoma. Como si lo raro fuera no formar parte de la estampida. Quizás. Quizás lo verdaderamente osado y rompedor hoy no sea cruzar el mundo en busca de no se sabe qué, sino quedarse quieto y mirar de verdad. Volver a viajar sin que nadie lo mande. Como los amigos, como los libros. Como todo.
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