quemar los días
El político es un fingidor
La falsedad es consustancial a la naturaleza del político. Si no estás dotado para fingir, olvídate de hacer carrera
Me reprobaba el otro día un atento lector en los comentarios a mi último artículo dominical, dedicado a Sánchez Monteseirín, aduciendo que él también había tenido ocasión de conocer al político en sus viejos tiempos como militante del PSOE y compañero en la Diputación, y ... que el dibujo a carboncillo que yo proponía estaba lejos de la verdad. A Alfredo, concluía, le jalonan muchos dones y uno de ellos es la falsedad.
En lo de la falsedad, por supuesto, llevaba toda la razón. Porque ser falso es consustancial a la naturaleza del político. Igual que pude observar a Sánchez Monteseirín en la distancia corta, he tenido ocasión de conocer a muchos políticos, de muy distinto signo, y a todos ellos les une una común característica: la falta de sinceridad. O diría, más bien, su insondable capacidad para no pringarse o comprometerse más de lo estrictamente preciso. Nadie está, como el político, tan dotado para las artes de la hipocresía, esto es, el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan. El lenguaje del político se construye de espaldas a la manifestación sincera. Antes bien, es un lenguaje basado en el artificio de la corrección y la necesidad de mantener siempre un relato democrático, ese que intenta estar a buenas con todo el mundo. Es, realmente, una cualidad admirable: cómo un político, con sus palabras, puede construir armazones dialécticos etéreos, con los que se libra de la sinceridad. El desapego ciudadano hacia la política es una evidencia, pero buena parte de ese desapego tiene que ver con la propia impostura formal de los que la ejercen.
El político es el verdadero fingidor, y no el poeta, como dejó escrito Pessoa. Y nunca baja la guardia. Incluso cuando el contexto propicia cierta intimidad -digamos, por ejemplo, compartir una copa con un consejero o un alcalde en horas entradas de la noche-, hay algo, un bozal invisible, que evita la expansión sincera. Es como si no estuvieran programados para decir la verdad.
Solo una vez escuché a un alcalde sincerándose. Pertenecía a un pueblo de la provincia de Sevilla, a cuyo Ayuntamiento asesorábamos en comunicación. Llevaba bastantes años en el cargo. Durante uno de nuestros encuentros, con gesto cansado, nos hizo una confesión: ya no soportaba pasear por las calles de su pueblo. Es más, normalmente, al salir del Ayuntamiento, cogía el coche y se desplazaba a otros municipios, para no tener que cruzarse con sus vecinos. Le producía verdadera repulsión tener que detenerse a cada paso y saludar y aparentar interés por sus vidas. Aquel político no aguantó mucho tiempo más como alcalde. En aquella confesión se intuía por qué: se había cansado de fingir.
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