QUEMAR LOS DÍAS
Qué pena
Salvar el planeta es un empeño de lo más loable, pero para ello necesitamos salvarnos antes a nosotros mismos
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Iniciar sesiónCamino del trabajo paso cada día por varias oficinas bancarias. En el exterior de una de ellas, a pocos metros de la entrada, acaban de instalar dos bancos urbanos. Los bancos tienen el mismo color corporativo que la oficina. En una esquina, una discreta chapa ... informa de que los bancos están fabricados íntegramente con tarjetas de crédito recicladas. Gracias al código QR que viene en la chapa, me entero de que se trata de tarjetas sostenibles, un compromiso de la entidad con el medioambiente, que permite a las tarjetas alcanzar una segunda vida como mobiliario urbano. En la imagen de la web, se ve a un tipo metiendo una tarjeta en un cajero, y de fondo, una selva frondosa que parece el mismísimo Amazonas.
Conozco bien esa oficina, porque he tenido que realizar diversas gestiones en ella a lo largo del tiempo. Hace años, uno podía entrar y esperar cómodamente en el patio de operaciones. Los asientos fueron poco a poco reduciéndose, igual que la zona de atención al público. Ahora, es casi imposible sentarse dentro. De manera que, si quieres descansar mientras esperas, la única solución es hacerlo fuera de la oficina, en los bancos sostenibles que han fabricado con desechos de tarjetas de créditos. Alguien malintencionado podría pensar que, realmente, lo que la entidad persigue con ese mobiliario exterior es que los clientes esperen fuera, para que así no molesten ni hagan ruido ni roben el oxígeno a los empleados.
La idea de los bancos del banco encierra en sí misma una enorme paradoja, todo un simbolismo de la incoherencia con la que muchas entidades abordan la cuestión de la sostenibilidad. A cualquiera de los ancianos que cada día hacen cola de pie en esa oficina les parecerá formidable la ocurrencia de los bancos fabricados con tarjetas, pero apreciarían mucho más, sin ninguna duda, que la sostenibilidad se hubiera quedado dentro de la propia oficina, con asientos para sentarse y aliviar la fatiga de la espera. Salvar el planeta es un empeño de lo más loable, pero para ello necesitamos salvarnos antes a nosotros mismos.
Pocos espacios resultan hoy más antipáticos que el interior de un banco. Esto, sin embargo, no siempre fue así. Mi padre fue empleado de banca, y en multitud de ocasiones pude comprobar la enorme vida que albergaban. Toda la antigua cordialidad se ha esfumado. Los únicos que sonríen en los bancos ahora son los figurantes de los carteles que decoran sus paredes o aparecen en la pantalla en la que esperas que salga tu número. Dentro de una oficina bancaria, te conviertes en algo parecido a ganado. Si además no eres cliente de ese banco, tu consideración es la de ganado apestado.
Hace meses, tuve que acompañar a mi padre a una gestión bancaria. Su desolación me traspasó. Repetía una y otra vez lo mismo: qué pena.
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