quemar los días
Excelencia humana
En ella cabe la exigencia pero también la indulgencia y la asunción de que no somos infalibles
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Iniciar sesiónQuien haya publicado alguna vez sabe de lo que hablo: no hay libro sin errata. Por más que uno se deje las pestañas revisando galeradas, siempre aparecen ahí, impertinentes, recordándote tu mundana falibilidad.
El otro día, cayó en mis manos un folleto de una escuela ... de negocios en el que vendía sus flamantes masters y cursos especializados. El folleto era tan flamante como los cursos ofertados, y en sus poco menos de diez páginas repetían hasta cinco veces la palabra excelencia. Casi las mismas erratas que encontré, algunas de ellas bastante groseras, porque ni siquiera eran erratas sino dolorosos errores sintácticos.
Excelencia, todo el mundo la lleva en la boca. No hay empresa que no esté comprometida con ella. A su alrededor se ha creado toda una industria, de hecho: la de todas esas formidables certificaciones de calidad, en las que las compañías invierten una verdadera pasta, y que supuestamente avalan la calidad de los procesos y arrinconan cualquier perspectiva de yerro.
Etimológicamente, excelencia deriva de ex-cellere, que significa «ser superior». Se trata de un fin loable, pero, me temo, del todo incompatible con el ser humano. Porque hasta el más genio de los genios se equivoca e incurre en medianías. En la cima de su madurez, Goya produjo La lechera de Burdeos. Es un retrato tan deficientemente resuelto que no pocos teóricos han preferido atribuir a Rosario Weiss, su jovencísima discípula. Por cierto que el de Fuendetodos alcanzó la celebridad con sus retratos aristocráticos y de la familia real, pero sus obras más influyentes fueron las Pinturas Negras que cubrieron el interior de la Quinta del Sordo. Cuesta creer que nacieron casi por casualidad: Goya decidió llenar las paredes de la casa de campo con ellas para tapar las horribles pinturas decorativas de los anteriores inquilinos. Son creaciones ajenas a cualquier canon. Más aún: él crea un nuevo canon con sus pinturas, construye un nuevo lenguaje alucinado, cuyo influjo sigue muy vivo. No podemos saber de qué manera habría evaluado esas obras maestras un certificador de calidad.
Todos queremos ser excelentes, pasando por alto que, al ser humanos, la primera de las excelencias debería ser la humana. En ella cabe la exigencia pero también la indulgencia y la asunción de que no somos infalibles. Y, por supuesto, la capacidad de proponer nuevas formas, transitar por nuevos caminos. Un tránsito que jamás es posible sin el error. Ahora que se cierne sobre nosotros el demonio de la IA, conviene tener claro que nunca podremos competir con una máquina en calidad: ella siempre hará las cosas de forma mucho más precisa y sin errores. Ahora bien: no hay certificado de calidad que pueda medir lo singular, lo auténtico, lo distinto. Esa es la excelencia a la que debemos aspirar.
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