Quemar los días
Una deuda
De repente se me ha llenado el petate de muertos. Pero no son un lastre, sino una invitación a disfrutar de la vida
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Iniciar sesiónMi amigo Antonio me lleva unos años: ya está instalado en la sesentena. Me contaba que había estado valorando la idea de poner placas solares en su casa. La empresa le hablaba de las facilidades de financiación. A veinte años, le dijeron, ni se da ... cuenta de que las está pagando. Su duda era razonable: ¿pero seguiré yo aquí dentro de veinte años?
De repente se me ha llenado el petate de muertos. Esta semana nos ha dejado la hermana de mi madre. Ya solo quedo yo, dijo mi madre, y no encontré ninguna palabra de consuelo. Se le han muerto sus tres hermanos, y hace unos meses, su marido. La veo bien, con buena movilidad y en general saludable, salvo por sus problemas de siempre. Pero los dos somos conscientes de que el tiempo la está arrinconando. Aunque esto nunca se sabe: en los últimos meses, de repente, nada más que me llegan, como si fuera un movimiento calculado, noticias de gente de mi quinta o incluso más joven que anda batallando contra el cáncer, o combatiendo una complicada enfermedad, o que, sin más, muere fulminantemente al levantarse de madrugada para ir al baño.
Lo hablaba con un familiar el otro día, en el tanatorio en el que despedíamos a mi tía. A él le pasaba lo mismo que a mí: cualquier estímulo le hacía llorar. Hasta se le habían saltado las lágrimas al escuchar a las hijas del Rey en el banquete del décimo aniversario de su reinado. Para mis adentros, pensé que tenía el llanto demasiado fácil, pero en seguida me desdije: lloro con Masterchef, con cualquier película familiar basurera de mediodía, con la más mediocre actuación de un talent show. Me basta con contemplar la emoción de alguien, si es sincera, para que se me agüen las pupilas y enseguida mi mujer se carcajee de mí con crueldad. No puedo explicármelo, si no es pensando en que quizá no haya llorado lo suficiente y ahora quiera aprovechar todo el tiempo perdido. Porque cada vez soy más ajeno a lo que no me emociona, para bien o para mal.
Lo que más me impresionó de mi tía en sus últimas horas en el hospital, antes de abandonar este mundo, fueron sus ojos. Los tenía muy abiertos, casi dislocados, pero en ellos había desaparecido cualquier rastro de vida. A sus 80 y pocos años, la vida se había evaporado de su cuerpo aunque ella siguiera aquí.
Pero yo estoy vivo. Por eso quiero llorar hasta los mocos con cualquier actuación de un talent show deleznable, y por eso subo bien fuerte el volumen cada vez que en la radio del coche ponen el I want to break free de Queen. Por eso mi negativa es blanda cuando un martes, cuando queda aún toda la semana por delante, mi mujer me propone una cerveza y unos caracoles. Por eso silbo aunque muchas veces no haya ganas, y sonrío al final de un día de mierda. Porque se lo debo a mi tía, a mi padre, a todos los muertos que porto en el petate. No son un lastre, sino una deuda.
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