NI SANTA NI JUSTA
Malas hierbas
Frente al mayor templo gótico del mundo han abierto una tienda de cannabis
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Iniciar sesiónEsconden las grandes ciudades una capacidad de transformación plástica asombrosa y casi sobrenatural, siempre un poquito alucinante, como de Mago Pop. Deja una de pasear por una calle comercial durante un par de semanas en busca de nuevas rutas, de una migaja de euforia urbana, ... y cuando regresa por sus caminos acostumbrados descubre que ni lo que estaba está ni lo que era ya lo es. A los doce años pasé unos meses en Dublín y cuando regresé a Sevilla me encontré con siete kilos más, esculpidos con el cincel de la chocolatina Snickers, y que de la calle San Fernando habían arrancado todos los adoquines. Aparecía entonces lisa y llana, lista para el tranvía que se anunciaba y para que ante el Rectorado se desplegara una alfombra efímera de papel, nutrida con generosidad a diario por las servilletas que desde entonces aprenderían a volar ligeras desde los bares de la acera de enfrente.
Ahora, al llegar a Santa Justa, camino como quien ha oído los frenos de un coche chirriar y busca aún la confirmación del topetazo. El primero, en la avenida de la Constitución, a la altura de la puerta de San Miguel. Frente al mayor templo gótico del mundo han abierto una tienda de cannabis. Esto, si lo hubiera ideado un sevillano, podría haber tenido su chiste. Podría haberle puesto un poco de guasa al asunto y crear un espejismo del éxtasis, arrobamiento sin Stendhal, la puerta trasera a la elevación del alma. Pero el local, comprobará el que también regrese, lo ha tomado una franquicia europea y junto al edificio de Espiau, maravilla de columnas rizadas que alardea discreta de una fachada con frescos, que trenza el regionalismo sevillano con los palacios de Venecia y el neogótico barcelonés, han calzado un cartel estampado con hojas de cáñamo semifluorescentes.
Con suerte, el transeúnte que no vuelve o el que visita la ciudad por primera vez caminará atento a lo que la naturaleza le exige, la pantalla de su móvil, y, mareado por las sirenas con mandil que aún hoy le ofrecen turrones de jamón y almendras garrapiñadas, atravesará la avenida sin más nuevos sustos que los del timbre de las bicicletas. Si continúa con los ojitos donde debe, tampoco se percatará del bareto de luces azules que ahora musicotea en la esquina de la calle Alemanes, bajo el Giraldillo, ni de la pirámide de bocadillos de jamón que en la calle Sierpes, entre el Salvador y la capilla de San José, luceros del Barroco, queda enmarcada por unas jambas luminosas con precios traducidos al inglés. Six euros el bocadillo, my weapon. Si el que camina por Sevilla lo hace ciego, centrado en sus cositas, podrá, al llegar a la calle Rioja, darse la media vuelta y entrar sin necesidad de identificarse por la puerta del Ayuntamiento. Allí, entre Patrimonio y Turismo, donde han olvidado que el arte es traductor de la Historia y que renunciar a perimetrarlo implica rendirse a la cutrez, lo esperan. Debe ocupar el puesto que ahora le corresponde: Jefe de la Gasolinerización de Sevilla. Cara, sobreiluminada y vulgar.
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