TRIBUNA ABIERTA
A la espera de la consumición de la democracia del 78
En estos procesos protagonizados por Sánchez y sus secuaces y cómplices hay una mezcla en quienes lo secundan de estupidez interesada y de inmoralidad consentida
César Hornero
Sevilla
«¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no»
(Albert Camus)
Cuenta Manuel Fraijó, quizás nuestro mejor filósofo de la religión, la visita que hizo en Tubinga, en 2015, a quien fue su maestro y amigo, el gran teólogo Hans Küng, ... un par de meses antes de que éste cumpliese ochenta y siete años. Quien había sido una fuerza de la naturaleza, intelectual y también física, se encontraba ya muy capitidisminuido por la edad y la enfermedad (aunque no moriría hasta 2021). Nos dice Fraijó que encontró a Küng a la espera, ese concepto tan heideggeriano, aplicable a quien con serenidad (la gelassenheit de la que habla también el filósofo de la Selva Negra) aguarda ya sólo la manifestación definitiva de Dios.
Esta imagen de alguien que espera, en este caso no con serenidad sino más bien con zozobra y preocupación, puede perfectamente trasladarse a lo que muchos españoles hemos experimentado en estos largos e interminables tres últimos meses, desde la noche electoral del pasado 23 de julio. Esa misma noche con seguridad ya sabían, los que vendían y los que compran siete escaños para una investidura, que sucedería; de lo que todavía no estaban tan seguros era de qué precio habría de pagarse. Lo malo es que la plena disposición a abonarlo ya existía. A partir de entonces, nos han tenido obscenamente a la espera, a su merced, mientras se dedicaban a ajustar el pago y los detalles.
Con un modo de proceder ya ensayado y probado con éxito en la anterior legislatura, esta larga espera ha servido también para ir agotando la resistencia de quienes, una vez superado el primer estupor, el de la indignación y el escándalo porque se plantease algo que era imposible que pudiera suceder —ahora es la amnistía (y lo que le cuelga) pero antes ya habían sido otras cosas, terminan deslizándose impotentes hacia la resignación y la melancolía. Ese estupor dice mucho de la ingenuidad de quien lo padece pero también de su falta de memoria, o de su inconfesable esperanza de que alguien como Sánchez pueda cambiar su trayectoria y su modo de proceder. No lo ha hecho desde luego y ha sido fiel a sí mismo y a esa forma de actuar que desgraciadamente tanto hemos padecido —es a lo único a lo que parece guardarle fidelidad—. En estos tres meses, de ese modo ya conocido, nos hemos ido cociendo a fuego lento, como si se nos diera tiempo para asimilar que esto de la amnistía es una cuestión menor e inevitable. En definitiva, vencer (que no convencer) por puro agotamiento e impotencia.
En estos procesos protagonizados por Sánchez y sus secuaces y cómplices –éste de la amnistía no es el primero– hay una mezcla en quienes lo secundan de estupidez interesada y de inmoralidad consentida. La primera es la que define a los tontos útiles, a muchos de esos militantes y votantes a los que se les reserva en todo esto un papel complicado, más bien un papelón que sin embargo parece no disgustarles. Y es que debe importarles poco (es lo bueno que tiene la fe ciega del sectario) el hecho de pasar por personas sin criterio propio, con el entendimiento y la voluntad entregadas a quien primero decide y luego pregunta sin que nadie proteste. Alguien que miente constantemente y que los tiene sometidos a su dictado, a la posibilidad de cambiar de opinión sin inmutarse y sin explicarlo apenas. Cada cual sabe a quién sirve y a qué sirve, y sobre todo a costa de qué.
Pero todo esto resulta además profundamente inmoral. Estas maniobras para mantenerse en el poder, pura y literalmente maquiavélicas, tratan de justificarse recurriendo a ese pragmatismo repugnante de que el fin justifica los medios. En el inicio de la Transición, el hoy olvidado Aranguren, el pensador de cabecera de tantos en aquel periodo, insistió mucho en la idea de la democracia como moral. En su opinión, la nuestra, incipiente entonces, debía servir también para dotarnos de unos principios morales renovados y compartidos, algo que pasaba necesariamente también por un determinado modo de entender la práctica política. Después de estos cinco años de gobierno sanchista, en los que la mentira y el oportunismo han llegado a cotas inauditas, el aniquilamiento moral de nuestra democracia es indiscutible.
En Derecho civil se maneja la clasificación, muy conocida, de las cosas consumibles e inconsumibles. Es una distinción basada en el uso que se hace de éstas, de que sea conforme a su naturaleza y de que del mismo derive o no su consumición o extinción. Junto a estos dos tipos suele considerarse, a partir del mismo criterio, como una subcategoría de las consumibles, la de las cosas deteriorables, es decir, aquellas que su uso no hace que se consuman pero sí que se estropeen o se deterioren. Cabía pensar que nuestra democracia del 78, de la que hemos venido disfrutando confiadamente tanto tiempo, se fuera deteriorando y degradando de modo paulatino, algo probablemente inevitable pero sin duda corregible y enderezable. Lo que muchos no podíamos aventurar es que fuera a terminar consumida y destruida a manos de quien ha decidido que mantenerse en el poder bien vale una Constitución y el Estado de Derecho que la misma creó.
Profesor de Derecho civil de la Universidad Pablo de Olavide
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