tribuna abierta
El colegio Calvo Sotelo y la España actual
Aunque víctima innegable de aquel periodo trágico, previo a los «días de llamas» que vinieron, su condición de franquista sobrevenido y avant la lettre han hecho desde hace años que su nombre fuera desapareciendo de plazas, calles o centros de enseñanza
César Hornero
A principios de julio pasado, ocurrió en Sevilla un hecho anecdótico y de alcance modesto que, sin embargo, representa bastante bien un rasgo característico (y triste) de la España actual. Seguramente, pasó desapercibido, entre otras cosas, porque nos encontrábamos en plena campaña electoral –conviene no ... olvidar (y lamentar) que votamos en este país que todo lo normaliza, como se dice ahora, el pasado 23 de julio y que acaban de constituirse las Cortes un 17 de agosto (lo que ha sucedido con poco escándalo y sobre todo sin mucho coste, a la vista está, para quien lo decidió para su exclusiva conveniencia)–.
Lo acaecido es muy sencillo: en aplicación de la llamada Ley de Memoria Democrática al colegio público sevillano Calvo Sotelo se le había instado, por la Oficina de Memoria Histórica municipal, al cambio de su denominación. En plena Guerra Civil, como sucedió en muchas poblaciones españolas entonces y en los años posteriores a ésta –hubo, recuérdese, hasta una empresa nacional y un equipo de futbol con este nombre–, a este colegio se le asignó como denominación la de quien el régimen había convertido en su protomártir por antonomasia. Motivos para ello desde luego no escaseaban. Activo político conservador durante la Segunda República (contra la que además conspiró) y antes ministro de Hacienda en la Dictadura de Primo de Rivera, como es de sobra conocido, José Calvo Sotelo fue sacado de su casa y asesinado en la noche del 12 al 13 de julio de 1936. Su muerte cruel y violenta –invariablemente recordada como reacción a la del teniente Castillo horas antes a manos de militantes falangistas–, que representa muy bien en qué había degenerado la República, supuso, como siempre se subraya, el antecedente inmediato para el golpe de Estado. Aunque víctima innegable de aquel periodo trágico, previo a los «días de llamas» que vinieron, su condición de franquista sobrevenido y avant la lettre –no pudo serlo propiamente por obvias razones– han hecho desde hace años que su nombre fuera desapareciendo de plazas, calles o centros de enseñanza. El del colegio situado en la sevillana calle Arroyo debe ser quizás de los últimos que quedan en España.
De manera inteligente y desde luego imaginativa, si puede calificarse de este modo, el Consejo Escolar del centro habría adoptado la decisión mayoritaria, parece ser que no exenta de polémica y de contestación por parte de miembros de la asociación de familias, de que éste pasara a denominarse 'Presidente Calvo-Sotelo'. Con ello, se conservaría en cierta forma el nombre histórico del colegio y al mismo tiempo se rendiría homenaje (más que merecido, nos parece) a otro Calvo-Sotelo, sobrino del asesinado pero con méritos propios y sobrados. La decisión, como decimos, no ha estado libre de controversia. Lo más llamativo, negativamente en nuestra opinión, pero representativo de esa España dividida en bloques que algunos propugnan de forma interesada, fue la reacción del recién electo concejal por Podemos-Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Sevilla, Ismael Sánchez. Éste no vaciló en calificar el cambio propuesto como «tramposo», directamente como una operación de «blanqueamiento del fascismo» que no debía tolerarse.
En el fondo, en la postura de este concejal (y en quienes piensan como él) no se replica otra cosa que la permanente idea de una España dividida en bloques irreconciliables. Esto, como se sabe, para muchos de ellos es consustancial a la impugnación o el rechazo de la Transición por considerarla un proceso auspiciado por el propio franquismo, que logró así su continuación auto-exculpatoria. Una descalificación de la Transición que alcanzaría además a la Constitución de 1978, su mejor activo y su mejor resultado a un mismo tiempo. Para quienes piensan así, Leopoldo Calvo-Sotelo fue ante todo un ministro franquista –aunque no tuvo una cartera ministerial hasta después de la muerte del dictador, en diciembre de 1975– y no el segundo presidente de la España democrática, tras Adolfo Suárez. Su mandato al frente del gobierno fue breve –el más corto de todos hasta la fecha– pero singularmente intenso y fructífero para la consolidación de la democracia en España, como luego se le ha reconocido con unanimidad. Su papel fue decisivo para la integración en la OTAN y para nuestra incorporación a las Comunidades Europeas. Felipe González sólo tuvo que culminar, mayormente, el buen trabajo que ya se había hecho. Un demócrata, un gran presidente y un gran español con merecimientos más que sobrados y relevantes, insistimos, para que orgullosamente un colegio en Sevilla lo recuerde.
Decía Ortega que el defecto más grave del hombre es la ingratitud. Y desde luego, algo de eso, en forma de no reconocimiento, late en este episodio, tan chusco y delirante que tiene ribetes de D. Camillo y Peppone. Lo peor, por desgracia, es que no puede considerarse puntual y aislado sino que nos muestra a quienes a toda costa siguen empeñados en una España de bandos y de enemigos, de buenos y de malos. Esa España dividida en bloques en la que algunos chapotean desde hace años y en la que han encontrado una fórmula política perfecta que les garantiza mantenerse en el poder.
Profesor de Derecho Civil de la Universidad Pablo de Olavide
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