tribuna abierta
En cabeza ajena
Calificar de «semianalfabetos» a los que no dominan las normas ortográficas no deja de ser un modo de simplificar una rampa heterogénea y gradual
Una semana de agosto en un apartado rincón del concello gallego de Irixoa. Salgo a dar un paseo para disfrutar de la fresca temperatura, de la absoluta tranquilidad, del paisaje…, y a los pocos metros me topo con el aviso «PROIBIDO EL PASO FINCA PRIBADA ... CAMINO A 60 m», escrito a mano, en castellano con faltas de ortografía. Nada tiene de extraño, pues, aparte de que la escolarización en gallego –sería «»Prohibido o paso. Finca privada. Camiño a 60 m.», sin más diferencias que el artículo («o») y la «ñ» de «camiño»- es muy reciente, ¿para qué un anuncio en la lengua regional donde los pocos vecinos que por allí pasan saben de sobra que no tienen que adentrarse?
Mi mente vuela hacia Andalucía, en la que resulta fácil tropezar con muestras similares, e incluso peores, como «Tanvien ay hanburgesas», o esta de una heladería de Badolatosa (Sevilla), que fue saltando de móvil a móvil: «NO PONGAI BASO ENCIMA, QUE OH SE CAEN».
Calificar de «semianalfabetos» a los que no dominan las normas ortográficas no deja de ser un modo de simplificar una rampa heterogénea y gradual, bastantes de cuyos grados intermedios se sitúan por debajo de una hipotética «media».
Casi lo de menos es que alguien haya escrito «proibido» sin «h» intercalada (que no suena) o «pribada» con «b» (que no se diferencia fonéticamente de la «v»). El escaso contacto con la escritura se pone de manifiesto al optar por la «b» cuando se trata de «revelar» o por la «v» para decir «rebelar[se]», si se escribe «haber si»en lugar de «a ver si [nos vemos]», etc.
Los usuarios que incurren en oscilaciones y errores ortográficos suelen tener también limitaciones y carencias en la expresión oral, que en algunos casos (casi) les impiden participar en situaciones de comunicación distintas a la coloquial cotidiana en su entorno habitual, dada su recortada capacidad para dar con los vocablos apropiados e insertarlos en moldes constructivos que transmitan contenidos, informativos o no, con claridad y eficiencia.
No estaría haciendo «en voz alta» estas reflexiones, obvias, si hubiera estado escrito «correctamente» el letrero que me salió al paso, precisamente en una Comunidad Autónoma pionera en reformar las pruebas de Selectividad (o como ahora se llame) para ingresar en la Universidad, en las que las faltas de ortografía pueden bajar la calificación hasta un 10%, sin que nadie, que yo sepa, se haya llevado las manos a la cabeza.
Todo esto me lleva a recordar que llegar a dominar las normas («reglas») ortográficas de un idioma requiere un tiempo y un esfuerzo no desdeñables. Su aprendizaje se inicia en la etapa escolar, y se va afianzando y consolidando (con la lectura, fundamentalmente) a lo largo de toda la vida, sin llegar a ser nunca una práctica enteramente automatizada. A diferencia de otros comportamientos sociales regulados -como el que nos enseña a no cruzar por un paso de peatones hasta que se enciende la figura humana de color verde-, por una falta de ortografía no nos jugamos la vida, pero limita -en mayor o menor medida- las posibilidades de ver satisfecha la aspiración a vivir plenamente que tiene todo ser humano, objetivo que no se alcanza, sin más, una vez cubiertas las perentorias necesidades «vitales».
No es ningún consuelo que en todas partes (de Galicia a las tierras meridionales de la Península) cuezan las mismas habas, y quizás no sea del todo cierto que «nadie aprende en cabeza ajena». Todas las lenguas consideradas «de cultura» han logrado -tras siglos de tanteos y vacilaciones y alcanzado el convencimiento de que es empeño imposible plasmar gráficamente la cambiante realidad fonética- hacerse con un sistema gráfico común. Sorprenden las propuestas que, al ignorar (´no hacer caso de´) lo anterior, se sitúan en el extremo contrario, y parecen querer echar por tierra la extraordinaria conquista de una ortografía única, mediante la «transcripción» de ciertas peculiaridades –su selección no responde a ningún criterio objetivo- de la pronunciación de una de las variedades idiomáticas. En Andalucía, donde la diversidad y heterogeneidad saltan al oído, cualquier iniciativa de «ehcribí ´n-andalú» se traduciría en una múltiple «realfabetización» de la población, que obligaría, no sólo a abandonar la «h», la «v» (o la «b»), la «j» (¿o la «g»?)…, sino a tomar numerosas decisiones divergentes, por ejemplo, a que, dentro de una misma población, unos escolares escribieran susio, otros zucio (o zuzio), otros sucio, y tanto para el singular como el plural. Invito a quienes crean que estoy exagerando a acercarse a cualquiera de las Actas de las «reuniones de escritores en andaluz», donde los varios títulos que figuran en portada (Hunta d´ehkritoreh en andalú, Xunta d´ëhquritorë n´andalú, etc.) no son más que algunos de los posibles. Menos mal que también aparece en inglés (Meeting of Andalusian Writers), lo que quizás ayude a alguno a saber lo que en el interior va a encontrar. Aunque no creo que haya muchos andaluces (y menos, fuera de Andalucía) que pierdan el tiempo «perdiéndose» en tan variopinto galimatías de «opciones», se supone que todas «válidas» -por lo que ya no procede hablar de «faltas de ortografía»-, pero, eso sí, igualmente inservibles.
Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras