TRIBUNA ABIERTA
El enemigo insaciable
Nos acostumbramos a oír hablar de la droga sin apercibirnos de la extraordinaria importancia que el problema tiene

La frecuencia con la que las narcolanchas surcan el Guadalquivir resulta sintomático de una situación profundamente preocupante. Todas, en su mayoría las llamadas «petaqueras», navegan hacia el norte por lo que es de suponer que a su término les esperan otras o un lugar elegido ... para el almacenaje de combustible. Pese a los encomiables esfuerzos de las fuerzas de seguridad, son muchísimas más las que culminan su objetivo que las que son interceptadas, por lo que el problema de la droga continúa escalando posiciones en un negocio voraz.
Los acontecimientos vividos no hace mucho en la costa de Barbate, donde los delincuentes asesinaron a dos servidores públicos, ponen de manifiesto la incalculable superioridad en instrumentos de estos malhechores sobre los funcionarios encargados de su represión. Resulta vergonzoso que a estos se les dote con decrépitas e insuficientes «zodiacs» frente a las potentes naves, incluso sumergibles, de los traficantes. El resultado es desolador y evidencia cómo la droga penetra en España con pavorosa facilidad y las aprehensiones resulten de escasa suficiencia. Algunas, sin embargo, son espectaculares, loables éxitos de la Policía y la Guardia Civil.
Nos acostumbramos a oír hablar de la droga sin apercibirnos de la extraordinaria importancia que el problema tiene. Parece que el Gobierno no quiere entender que se trata de poderosas y criminales organizaciones internacionales, que mueven ingentes cantidades de dinero y que se expanden con relativa facilidad. La costa gaditana va superando incluso lo que en tiempos fue el reducto gallego y no hay lugar en la misma donde no se produzcan alijos, no siempre interceptados. La policía no puede competir, las más de las veces, con la técnica y rapidez, con la eficacia en suma, de los delincuentes, que no son sino eslabones de poca monta en la organización de las operaciones. Los puertos y aeropuertos son, igualmente, instrumentos de esta desoladora realidad.
Resulta que, a veces, surgen los estupefacientes de nobles investigaciones científicas. Así, en 1932 el químico suizo Albert Hofman trabajaba en los laboratorios Sandoz para la investigación del cornezuelo del centeno en relación con el tratamiento del sistema nervioso central. Sin saberlo se encontró con el que sería un certero vehículo de muerte, el L.S.D., que se expandió principalmente en grandes capas de la intelectualidad americana; Aldous Huxley murió mientras su esposa le inyectaba precisamente esta droga. Y así ha ocurrido con otras. Asistimos ahora a la presentación en sociedad del fentanilo, tan devastador ya en América, potente opioide sintético utilizado como analgésico. Tiene una potencia superior a la morfina, por lo que se emplea en medicina a dosis más bajas que ésta. Sin duda, un terrible vehículo de muerte, desgajado ya cualquier propiedad terapéutica. Vendrá, sin duda, a superar a la heroína, en discreta decadencia desde que se impuso el uso de la cocaína. Siendo así que la primera es la droga de la marginación, del desastre multiorgánico absoluto, la cocaína se presentó en sociedad como bondadosa, amparada en el silencio clínico. Sus síntomas no aparecen hasta mucho tiempo después, por lo que el cocainómano vive en sociedad con aparente serenidad hasta que el destrozo es ya irrecuperable. Su extensión en todos los ámbitos de la sociedad resulta igualmente devastador.
Vivimos en un interesado desconocimiento de este pavoroso problema y, sin embargo, las drogas siguen difundiéndose con profusión y, a través del menudeo, la tenemos en cada esquina, en las cercanías de los centros escolares y en las puertas de los locales de diversión juvenil. A ello ayuda la abundancia de drogas sintéticas, aparentemente inocuas pastillas, a través de las que multitud de adolescentes inician este tenebroso camino sin fin, tras el consumo de los frecuentes «porros», drogas de estreno y adiestramiento por antonomasia. Son reiteradamente difundidas por «yonquis», adictos a drogas duras que necesitan dinero para conseguir sus fines; en su afán, llegan a ofrecer drogas gratis a los jóvenes para crearles adición. Y burlan la vigilancia policial llevando siempre escasa cantidad para así oponer que se trata de consumo personal.
Los adolescentes se inician en las drogas por mimetismo, por amistad con quienes las consumen, por curiosidad incluso. La euforia que les producen les hace sentirlas atractivas, sin valorar que están ante el inicio de una devastadora aventura y así van progresando poco a poco hasta que el síndrome de abstinencia se hace presente y ya tienen que consumirlas a toda costa, perdida su capacidad de discernimiento y hasta su propia voluntad. Siempre habrá una droga más adictiva esperando a saciar el síndrome de abstinencia, el terrible «mono». Es por ello que es tarea inaplazable de los padres estar alertas ante estas iniciales situaciones, informando, vigilando y sin descanso tomar las riendas del futuro de sus hijos. Si se espera demasiado puede ser ya una batalla perdida. A los hijos hay que darles raíces y alas.
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