LA TRIBU DEL CAMPO
Luz ciega
La niebla nos borra los puntos cardinales, las trochas, el río, los barrancos
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Iniciar sesiónLa mañana, encogida por el frío, tiene miedo a acabar en candelizo. Una invisible siembra de granizo parece penetrar el labrantío. Menos mal que vino el roción, el chaparrón despacioso, cuasi de clepsidra de suero, a remediar en parte la situación de la tierra. El ... campo, como buen viejo, le teme al frío. El mismo frío al que no le temen la coqueta pose de la flor del almendro ni los brazos desnudos de los granados. El mismo frío que aguanta, impertérrito, el olivo, antes de que en las calles del olivar levante su columnata de humo blanco modelada a capricho del viento, que será, suave, del norte o del este en estos días.
Luz ciega de la neblina, ese laberinto que en el campo enajena a los hombres de trato diario con los espacios por donde se mueven con su empírica baquía. Baja la niebla y esos hombres que pueden caminar con los ojos cerrados se pierden en un sombrajo. La niebla nos borra los puntos cardinales, las trochas, el río, los barrancos. Como si buceáramos en una palomita de anís, en una damajuana llena de humo. Las cataratas con que miran los ojos de la mañana no alcanzan a ver qué son aquellos sembrados, qué árboles son los que, en la media distancia, se levantan como fantasmas, dónde empieza el camino, por dónde se va a la casa. Recuerdas ahora una de aquellas mañanas neblinosas y frías, crudas, como estas, cuando escardando remolachas no distinguíais las matas de los pies y tenías que tocarlos para contaros los dedos de la mano. Y recuerdas la fantasmal imagen del tren cuando aparecía por los cerros tras atravesar un espeso banco de niebla. Daba miedo verlo venir. Aquella máquina parecía que tuviera intenciones de descarriar y lanzarse, con todos sus vagones, rodando ladera abajo hasta caer encima de la cuadrilla de escardadores. La mano del campesino y la mano del campo, pedigüeñas como tantas veces, piden agua y luz límpida, chaparrones largos, lluvia que duela como una flagelación con rabiza de abrojos. Porque la lluvia de verdad ha de ser un zurriago. La lluvia como caricia de cumplido, otro día, cuando las tierras están ahítas. Ahora, días de chaparrones sin miramiento que dejen a su paso la más hermosa luz, y no esta luz fría y ciega que va pidiendo a gritos un brazo lazarillo para poder andar sin peligro por el campo. Que llueva, hasta que el campo tenga que poner a secar al sol sus ropas de cama.
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