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tribuna abierta

Hechos para vivir en el paraíso

En la actualidad, triunfa esa utopía de una sociedad de siete mil millones de individuos que han borrado las fronteras de sexo, raza o religión que antaño los separaban

Antonio Benítez Burraco

«SOLO estoy hecho para vivir en el paraíso». Con este verso comienza el Nobel polaco Czesław Miłosz uno de sus poemas más famosos, en el que describe su inadaptación genética (porque así caracteriza también su conflicto metafísico con la existencia) para soportar las heridas ... que comporta el vivir, hasta las más pequeñas, como la sensación de orfandad que deja el sol al ocultarse tras una nube pasajera. Por eso, de la noche a la mañana estoy dedicado, añadirá Miłosz, a «países invisibles». Utopía es quizás el más conocido de tales países, la isla imaginada por Tomas Moro en la que una sociedad de iguales se gobernaba democráticamente y poseía todo en común. Metonímicamente, utopía es hoy cualquier proyecto de una sociedad mejor. Se ha querido derivar el término de eutopía ('el buen lugar'), pero etimológicamente utopía significa 'en ningún lugar'. Las utopías siguen despertando simpatías, pero han fracasado siempre que se han ensayado. Wisława Szymborska, el otro Nobel de la poesía polaca, caracterizó Utopía como una isla sin habitantes, en cuyas playas las huellas dejadas por quienes la visitaron «se dirigen todas, sin excepción, al mar», señal inequívoca de un imperioso deseo por volver a «sumergirse, sin remedio, / en una vida inconcebible». Y es que todo proyecto utópico tiene un lado loable (mejorar la vida de las personas), pero también una cara ominosa (si algo así se logra, es casi siempre sacrificando las aspiraciones individuales). De ahí que, con el tiempo, casi todos los utópicos acaben sucumbiendo a la frustración, el desengaño y finalmente, la rebeldía. De ahí también que todo súbdito fiel al rey Utopo tenga mucho de fanático (hasta en el sentido original del término: 'el que es devoto de una única deidad'). Hoy diríamos de él que ignora (o finge ignorar) la genuina naturaleza del ser humano, que, como la propia utopía, es dual: en nosotros, en tanto que primates sociales y jerárquicos, conviven el anhelo por ser parte de una colectividad que nos ampare y el deseo de medrar y satisfacer nuestros apetitos a costa de los demás.

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