tribuna abierta
Momificados
El límite entre lo humano y lo que no lo es, entre lo decoroso y lo que supone una afrenta, oscila de un lugar a otro y de una época a la siguiente

Ha dado recientemente órdenes el Ministerio de Cultura a los museos de que traten con decoro los restos humanos que albergan y siempre, atendiendo a lo que dicten las creencias y costumbres de sus culturas de procedencia. Aunque nada indica que tales instituciones fuesen la ... Sima de los Huesos, lo cierto es que la instrucción ministerial ha llevado ya a retirar (y la prensa se ha hecho amplio eco de ello) una momia guanche que se exponía en el Museo Arqueológico Nacional. Por restos humanos hay que entender, según el Ministerio, tan proclive a las tautologías, los que puedan adscribirse a nuestra especie (sic), los cuales solo podrán mostrarse al público si ello resulta imprescindible para la transmisión del conocimiento (?). Por si acaso alguien pensaba usar esto último como subterfugio, el Ministerio señala que podrá llegar a prohibirse hasta la difusión de fotografías de tales restos.
Aplicando estas instrucciones al pie de la letra, las exposiciones sobre evolución humana tendrían que acabar justo cuando aparece el Homo sapiens o sería necesario pedir a mexicanos y brasileños permiso para enseñar imágenes de las pirámides de cráneos o los collares de cabezas a cuya confección se dedicaban algunos de sus ancestros. Es más, habría que cerrar criptas y osarios. Y si por restos humanos el Ministerio entiende también, como parece desprenderse de su escrito, las «partes del cuerpo transformadas» (sic), estamos ya tardando en restringir las visitas a las necrópolis romanas y en pixelar todas esas vasijas funerarias repletas de cenizas de Cayos, Marcos o Lucrecias. Mas, ¿por qué limitarnos a los restos humanos? Hemos otorgado derechos a los grandes simios, por ser muy pocas las diferencias genéticas, cognitivas y conductuales que nos separan de ellos. Por eso, y aunque sea complicado conseguir la aquiescencia de sus parientes vivos, no se entendería que no se pueda exponer a un hombre en un museo, pero sí a un bonobo.
Personalmente, no me entusiasman los museos antropológicos, ni, por extensión, los gabinetes de ciencias naturales. En sus salas, nada se agita, aletea, ondula o repta, con lo que es siempre una visión mutilada de la verdadera vida lo que en ellas se presenta. Además, hoy día, cuando contamos con tantos medios para almacenar y reproducir la información, no hace falta ver un lobo disecado para aprender a distinguirlo de un coyote, ni tampoco contemplar a través de un vidrio un raspador de sílex o un sarcófago para conocer el modo en que nuestros antepasados confeccionaban sus vestidos o los egipcios enterraban a sus muertos. Libros, láminas, vídeos, webs, impresiones tridimensionales y hasta hologramas cumplen con igual (o mayor) eficacia la función didáctica de tales exposiciones. ¿Entonces? ¿Por qué no apoyar, sin más, la medida del Ministerio? ¿A santo de qué esta tribuna? Para empezar, porque las boutades del párrafo anterior y la conclusión a la que conducen, que es la necesidad de cancelarlo todo si queremos ser coherentes, no dejan de tener un fondo de verdad. El límite entre lo humano y lo que no lo es, entre lo decoroso y lo que supone una afrenta, oscila de un lugar a otro y de una época a la siguiente, aunque siempre dentro de ciertos márgenes. Esta orden ministerial representa (como casi todas las emanadas del actual Gobierno) la posición extrema en un debate cuyo polo opuesto lo constituyen las ferias de monstruos o los cuadros vivos de nativos tan frecuentes en otros tiempos. Para continuar, porque tal medida, supone, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la cruzada woke por otros medios. Hay mucho de hipocresía y de paternalismo, y demasiado de ideología, en ese ucase, según el cual han de ser las «comunidades y grupos étnicos o religiosos de origen» los que tengan la última palabra sobre lo que hacer con este tipo de restos (aunque pasa también con todo lo demás: ajuares, cerámicas, armas, tejidos, tesoros). Volviendo al caso canario, ¿quiénes son hoy los guanches que han de decidir sobre el destino de esta momia? ¿Ser guanche es algo que viene inscrito en los genes, ahora que ya nadie habla esa lengua y los canarios actuales se visten de Prada en Las Palmas y tienen autovía para viajar de La Orotava a La Laguna? ¿Cuánto ADN guanche (si es que eso existe) hay que poseer para tener voz autorizada en este debate? ¿Es la etnicidad algo con lo que se nace o algo que se puede elegir? Y, sobre todo, ¿queremos que la raza sea uno de los pilares sobre los que construir ese mundo más moderno y justo al que aspiramos?
Pero lo más desalentador es que el Ministerio prohíba, en aras de la dignidad humana, mostrar un feto en un recipiente a la vez que un ministerio dependiente del mismo gobierno permite abortar libremente. O que nos impida ir a ver un cadáver del siglo XIII, cuando mantiene nuestras ciudades llenas de indigentes o de ancianos que parecen ser invisibles. Si los restos humanos han de tratarse con respeto (y estoy muy de acuerdo), con más respeto aún deberían ser tratados los vivos. Todo este asunto no es sino otro ejemplo de esa querencia, tan propia de la sociedad actual, por la ocultación, el eufemismo y el trampantojo, manifestaciones todas del pensamiento mágico o infantil, según el cual lo que no se puede nombrar o ver, no existe. ¡Claro que existe! Convertir los museos en las aldeas ficticias con las que Potemkin escondía a Catalina II la mísera vida del pueblo ruso, no es la solución a nada. Lo único que procede es mirar a la realidad a la cara… y obrar en consecuencia.
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