TRIBUNA ABIERTA
Gongorinos
La lengua escrita es un accidente histórico, una anomalía social, una excepcionalidad cultural

Comenzaba Góngora sus famosas Soledades diciendo que «era del año la estación florida/en que el mentido robador de Europa/(media luna las armas de su frente,/y el Sol todos los rayos de su pelo), luciente honor del cielo,/en campos de zafiro pace ... estrellas». ¿Por qué no se limitó Don Luis a escribir que todo sucedía a finales de abril? Lo cierto es que al hablar solemos ser mucho más parcos y bastante menos oscuros que el poeta cordobés. Empleamos palabras más comunes y recurrimos a estructuras sintácticas menos complejas. Y lo hacemos para no fatigarnos en exceso y ser comprendidos mejor por los demás. De un modo más general, las gramáticas y los vocabularios de las lenguas mantienen un delicado equilibrio entre ser suficientemente complejos como para transmitir eficazmente la información y no serlo en demasía, hasta el punto de volverlas excesivamente difíciles de aprender y de usar. Todo esto sugiere que los versos de Góngora no buscaban, en realidad, informarnos sobre la época del año en la que el joven náufrago protagonista de su extenso poema arribó a una isla y fue auxiliado por unos cabreros, sino más bien provocar en nosotros, sus lectores, un efecto placentero mediante aquel elaborado juego formal y, claro está, hacernos admirar, de paso, a alguien capaz de trabajar la materia lingüística con tal maestría. Que se pueda subordinar lo referencial a lo estético y que quien lo haga gane prestigio social es algo que asumimos como natural en el caso de la literatura culta. Sin embargo, todo lo anterior podría decirse también del lenguaje cotidiano. Expresiones como «cochecitos nuevecitos», «ni fiestas, ni fiestos» o «a trancas y barrancas», de carácter marcadamente coloquial, abundan, no obstante, en repeticiones, simetrías y aliteraciones, que son recursos de los que hacen amplio uso los literatos. Al mismo tiempo, difícilmente cabría considerar que tales expresiones responden a un diseño óptimo si de lo que se trata es de transmitir eficazmente la información: tienen partes que se antojan redundantes, no casan con el resto o carecen de significado. Así, en el primer ejemplo, parece innecesario que también el adjetivo lleve el sufijo diminutivo, porque la referencia al pequeño tamaño o un posible matiz de cercanía o simpatía ya está en el sustantivo. En el segundo, no viene a colación unos fiestos (una palabra por lo demás inexistente) si lo que pretendemos es prohibirle a alguien que asista a una fiesta. Y desde luego, no transitamos por barranca alguna cuando hacemos las cosas entre vacilaciones y dificultades. En realidad, nuevecitos, fiestos y barrancas solo están ahí para volver las expresiones más regulares (ahora constan de dos partes que tienen además el mismo número de sílabas) y eufónicas (ambas suenan de forma muy parecida). Así pues, quizás sin ser muy conscientes de ello, todos somos un poco gongorinos al hablar y lo somos además por razones bastante semejantes a las del poeta cordobés: crear construcciones agradables al oído con los ladrillos del idioma y mostrar a quienes nos escuchan nuestras habilidades como artesanos de la lengua.
Cabe hacer, cuando menos, dos lecturas de todo lo anterior. En primer lugar, que no hay una diferencia cualitativa entre el habla culta y la popular, entre el estilo formal y el informal, entre la lengua literaria y la cotidiana. Todo es una cuestión de grado y de novedad. Lo que hace un escritor es usar en mayor medida de lo habitual (hasta incurrir en los abusos gongorinos) los recursos que los hablantes emplean a diario cando conversan; y sobre, sobre todo, utilizarlos para crear soluciones nunca antes ensayadas por ellos. Lo nuevo causa sorpresa (o extrañamiento, como decían los formalistas rusos) y la sorpresa, si es positiva, acaba conduciendo a la admiración. Pero tan metafórica es la famosa identificación que hace Shakespeare entre Julieta y el sol, como la expresión «la semana que viene», en la que el futuro se equipara a un vehículo que se aproxima a nosotros, casi siempre a más velocidad de la que nos gustaría. Al final, la admiración puede llevar a la imitación, que acaba desvayendo el lustre del hallazgo genial de los poetas, a medida que los hablantes lo usan en la comunicación cotidiana, convirtiendo así lo literario en prosaico y hasta en coloquial (¿cuántas veces no nos habrán dicho, o le habremos dicho a alguien, «eres un sol»?)
La segunda lectura es que, al dar preeminencia a la lengua literaria sobre la no literaria, y especialmente, a la lengua escrita sobre la oral, hemos introducido un sesgo fatal en nuestra concepción del lenguaje (y, en el fondo, de nuestra propia identidad, de la que el lenguaje es parte consustancial). La lengua escrita es un accidente histórico, una anomalía social, una excepcionalidad cultural. Como las plantas de invernadero, solo crece en condiciones muy particulares. La lengua oral, en cambio, es tan antigua como nuestra especie, es usada por todas las personas y está presente en todas las sociedades. Se trata de una planta silvestre adaptada a todos los climas y a todos los suelos. Alguien nos enseña siempre a leer y a escribir, pero todos nacemos sabiendo cómo aprender por nosotros mismos nuestra lengua materna. Disfrutemos, ciertamente, de la literatura, pero apreciemos y estudiemos también las conversaciones triviales, las adivinanzas o los refranes. Exclamemos, aunque sea de vez en cuando, ¡ni Góngoras, ni Góngoros!
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