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La Alberca

La Cava de la Esperanza

La Virgen sabe más que nadie de arrabales y por eso va a hacerle una visita a sus antiguos vecinos

Alberto García Reyes

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Echar el ancla en aquellos que caen sin cirineo, poner la Esperanza en las casas en las que pitan las ollas vacías. Esa es la misión de la Niña que tiene las manos como palomas, la Chiquilla que canta las cosas de Triana entre varales ... de fragua. Los gitanos de la Cava y los de Chapina hicieron un exilio al Polígono en los años del desarrollismo y cambiaron de orilla sus cantes, pero no sus ecos. Por eso la Virgen ha seguido cumpliendo el rito de su vecina Matilde Coral, diosa de la escuela sevillana que se dejó las entrañas explicando por qué duele el baile trianero: porque se hace moviendo las manos como una dolorosa. Yo siempre he visto en la trianera el origen de esa escuela. Porque en los besos que tiene guardados en sus manos, besos de siglos, son besos por soleá. Ella es la primera bailaora quieta de la historia, la que enseñó a la nieta de Baltasar Montes, el gitano más viejo del arrabal, a llorar sonriendo, a convertir el más oscuro de los dolores, que es el de una madre que pierde a su hijo, en la más solemne expresión de algarabía. La Esperanza de Triana es la forma que tenemos aquí de guardar el luto. Es la lágrima que baila. Y después de tantos años tan lejos de sus antiguos vecinos, ayer fue a buscarlos a las nuevas periferias para que los Montoya le canten la letra de Manuel: «Ay, Señor, válgame Dios,/ qué alegría tiene el mundo/ y qué pena tengo yo».

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