LA TERCERA
Hacer la América, hacer la España
«Madrid es ahora la capital de los escritores hispanoamericanos. Dictaduras de derecha, o de izquierda. La opresión pierde apellidos, y la lucha decisiva se entabla entre autoritarismo y democracia»
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Sergio Ramírez
Andando desde la plaza de Santo Domingo por el dédalo de viejas calles de Madrid, allí donde se abren en horquilla la costanilla de Los Ángeles y la calle de las Veneras, que se prolonga en la calle de Trujillos hasta encontrarse con la calle ... de la Flora, la calle de Mario Vargas Llosa, alzando la vista encima del portón del número 4 de las Veneras hay una placa colocada hace tiempos por el ayuntamiento de Madrid, con un leyenda redactada por José García Nieto, donde se recuerda en letras de bronce que allí vivió en 1905 mi paisano Rubén Darío; y fue donde escribió el poema Salutación del Optimista, aquel que dice en sus versos, «en espíritus unidos, en espíritus y ansias y lengua…./la latina estirpe verá la gran alba futura…».
Juan Ramón Jiménez lo visitaba en esa casa de Las Veneras, y su recuerdo se fija en los zapatos pequeños del poeta, que le molestaban al andar porque no eran de su medida, y en la botella de cognac que lo veía escanciar a través del espejo cuando entraba furtivamente a su dormitorio, un adusto anacoreta contemplando a un fauno ebrio. Leyó la Salutación del optimista en marzo de ese año de 1905 en sesión solemne en el Ateneo de Madrid, y así lo recuerda el poeta Jorge Guillén, que estuvo presente porque su padre, admirador de Darío, lo llevó, y casi no se distinguía su voz, tímidas y roncas sus palabras con las que entonaba aquel canto de hexámetros musicales escrito en «estado de sonambulismo lúcido», según el colombiano José María Vargas Vila, presente en el parto:
«Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos;/ formen todos un solo haz de energía ecuménica./ Sangre de Hispania fecunda, sólidas ínclitas razas,/ muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo…». Porque era aquella una invocación desde de las dos orillas, de ida y vuelta, la hispanidad, que es hetereidad, el otro y nosotros del mestizaje, ese concepto ecuménico por diverso que Darío, un híbrido de los trópicos, rumiaba con nostalgia desde la derrota de España en la guerra de Cuba en 1898, «el viejo león español» vencido bajo el nuevo peso imperial de Estados Unidos que conquistaba entonces el Caribe, Cuba y Puerto Rico, y terminaría ocupando en 1909 su propia patria, Nicaragua.
La hispanidad, que era para él, antes de nada, un sentimiento expresado en una lengua común de múltiples acentos y sonoridades, y de infinitas posibilidades, de Garcilaso, a Cervantes, a Darío, a Lorca, a Vallejo, a Neruda, la lengua suya y nuestra, lengua mestiza iluminada por novedosos fulgores, que Darío trajo de regreso a España, la lengua que se habían llevado las carabelas y que volvía envuelta en ropajes sorprendentes por exóticos, teñida de nuevas expresiones y nuevos vocablos, de nuevos ritmos y colores.
Una lengua de ida y de vuelta, que desde entonces emigraba y regresaba, lengua de emigrantes e inmigrantes. Lengua de caminantes, lengua de desterrados. Una lengua que es todos, de los de aquí, y de los allá, y que hace que los de allá podamos ser los de aquí, y los de aquí se transformen en los de allá. Una identidad compartida «en espíritus, y ansias y lengua».
El océano Atlántico, desde 1492, más que un abismo de separaciones fue un camino abierto de ida y de regreso que creó en las dos orillas en un territorio común, el territorio de La Mancha, como lo llamó sabiamente Carlos Fuentes. Los españoles que se embarcaban como emigrantes, iban, según se decía entonces, a «hacer la América». Se fueron por miles a través de los siglos, y si lograban fortuna, y regresaban, eran entonces los indianos que habían vuelto del sueño conquistado que Cervantes no pudo ver cumplido porque pidió a la corona, y se lo negaron, un destino en las Indias. Unos volvían, otros, que fueron los más, se quedaban, y se hicieron nuestros, se hicieron americanos. Son los españoles emigrantes que el mismo Darío exalta en el Canto a la Argentina:
«Hombres de España poliforme,/ finos andaluces sonoros,/ amantes de zambras y toros,/ astures que entre peñascos,/ aprendisteis a amar la augusta/ Libertad, elásticos vascos/ como hechos de antiguas raíces,/ raza heroica, raza robusta,/ rudos brazos y altas cervices,/ hijos de Castilla la noble/ rica de hazañas ancestrales;/ firmes gallegos de roble;/ catalanes y levantinos/ que heredasteis los inmortales/ fuegos de hogares latinos;/ iberos de la península/ que las huellas del paso de Hércules/ visteis en el suelo natal:/ ¡he aquí la fragante campaña/ en donde crear otra España/ en la Argentina universal!...»
Las dictaduras, las guerras civiles, la intolerancia, las ansias de libertad, han movido las olas de ese mar de la Mancha hacia una y otra orilla. Llegado el siglo veinte, los barcos se llevaron a los españoles exiliados del franquismo a México, a la Argentina, a Cuba, y Luis Cernuda, María Zambrano, Luis Buñuel, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, se hicieron nuestros. «El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida pero que una vez que se conoce, es irrenunciable», escribía María Zambrano.
Y en Madrid, son numerosas las huellas de los que venimos desde el otro lado, empujados por los vientos de la opresión, el peor de los infortunios, en busca de la libertad de palabra cuando allá nos la quitan, y hallamos esas huellas en los nombres de calles, glorietas, avenidas, plazas, un busto, una estatua, una placa, desde Cuatro Caminos a Vallecas, de Chamberí a Hortaleza. José Martí vino en 1871, a los 18 años, y vivió en el número 10 de la calle del Desengaño, enfermo y pobre, tras haber sido sometido en Cuba a trabajos forzados en las canteras de San Lázaro. Por sus escritos sabemos que la casera se llamaba doña Antonia, y debió ser operado por tres veces en el hospital San Carlos, en Atocha. Y si hay una glorieta Rubén Darío, también, muy cerca de la puerta de Dante del parque del Retiro hay una calle Amado Nervo, pues el poeta modernista mexicano también vivió en Madrid, como diplomático, pero en la calle de Bailén.
Y Pablo Neruda, que tiene en el Portazgo una avenida con su nombre, pero donde vivió fue en Argüelles, entre 1934 y 1936: «Yo vivía en un barrio de Madrid, con campanas, con relojes, con árboles», escribe en el poema 'Explico algunas cosas'.
En la pensión Americana de la puerta del Sol vivió en 1920 Jorge Luis Borges, donde escribió sus primeros poemas ultraístas, y tiene una calle en Alcobendas; y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, premio Nóbel de Literatura, que tiene una calle en Sanchinarro, Hortaleza, vivió por cuatro años en Madrid hasta su muerte en 1974. Habitantes de este territorio de asilo fueron también Antonio di Benedetto, el argentino autor de la incomparable novela 'Sama', expulsado de su patria por la dictadura militar, quien trabajó en Madrid como periodista entre 1978 y 1983. Otra dictadura militar desterró del Uruguay a Juan Carlos Onetti, creador de la mítica y tan real ciudad de Santa María, que murió en Madrid en 1994, y tiene su plaza en Rivas-Vaciamadrid; y Mario Benedetti, también uruguayo, víctima de la misma dictadura militar, quien vivió en la calle de Ramos Carrión del barrio Prosperidad, y enfrente de su casa hay ahora una plaza con su nombre.
Madrid es ahora la capital de los escritores hispanoamericanos, una ciudad que ofrece libertad a quienes la buscamos. Somos decenas. Venezolanos, cubanos, nicaragüenses, para empezar. Dictaduras de derecha, dictaduras de izquierda. La opresión pierde apellidos, y la lucha decisiva se entabla entre autoritarismo y democracia. A los perseguidos nos cuesta la palabra, y sabemos de qué lado estar y de qué lado estamos. Muchos hemos sido desterrados, y otros como yo, o como mi compatriota Gioconda Belli, despojados de nuestra nacionalidad. Borrados del registro civil.
Otro de mis compatriotas, el poeta William González, que tiene 20 años y ya ha ganado el premio Hiperión, llegó a Madrid de niño cuando su madre, que salió de Nicaragua empujada por la pobreza, que es también causa de exilio, limpiando pisos consiguió el dinero suficiente para comprar el pasaje aéreo de William y el de sus hermanas. Un poeta de Managua que creció en Carabanchel. En uno de sus poemas mete el estilete de la pluma para hurgar en el desolado sentimiento del trasplante: «Entro al colegio por primera vez,/ seré el nuevo/ extranjero de la clase./ No tengo amigos. No conozco a nadie./ Un profesor me dice:/ Anda, nicaragüense como Rubén Darío./ Y pienso en ti, Rubén. En tu melódico timbre,/ en tus pisadas al llegar a España./ Más de un siglo nos separa, Rubén/ cuarenta y siete mil silentes noches./ ¿Te habrás puesto nervioso?/ ¿Habrás echado de menos tu patria?/ Sabes de lo que hablo,/ ese sabor amargo de nostalgia».
Pero los escritores, los artistas desterrados, los periodistas perseguidos que hemos llegado hasta Madrid desde tantos confines, desde el otro lado del mar de la Mancha, nos tomamos la palabra para hablar en nombre de los miles de emigrantes que llegan a esta comunidad en busca de las oportunidades que en su propia tierra no encontraron, o les fue negada, emigrantes todos, que venimos hasta aquí a hacer la España, como tantos se fueron a hacer la América.
Yo escucho cada día esas voces múltiples, ese contrapunto de acentos en las calles de Lavapiés, cerca de donde vivo, y en los autobuses, en las salidas del metro, la lengua mía y diversa que estando aquí, me hace siempre estar allá. Con esto, infinitas gracias a Madrid.
es escritor. Premio Cervantes
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