Globitos pinchados

En el carromato de Puigdemont no queda ninguna pócima que vender. Su regreso no importa a nadie, empezando por los catalanes: si hoy hubiera elecciones no sólo no las ganaría sino que sería la tercera o cuarta fuerza. Además, buena parte de sus antiguos entusiastas lo consideran y con razón un traidor. No hay moción pero sobre todo lo que no hay es nada que Puigdemont pueda ofrecer a cambio: ni existe un problema en Cataluña que haya que resolver, ni si existiera pasaría por él resolverlo. Que vuelva o se pudra en Bélgica es irrelevante para el funcionamiento de la política catalana y española, y tal como están las cosas, cualquier acercamiento de Alberto a Junts significaría regalarle la mayoría absoluta a Vox, y además a cambio de una aritmética parlamentaria que ni existe ni existirá, con Junts desangrándose en favor de Sílvia Orriols.

El PP tiene que prepararse para gobernar con Vox, por dentro o por fuera. Tiene que preparar un discurso ganador, y no vergonzante, asumiendo que de momento Abascal es su único socio. Y cuantos más asquitos, más votos para Vox. Entiendo que esto no es lo que Alberto quería cuando dejó Galicia y hasta aplaudo que haya intentado alternativas a lo que de todos modos tan evidente parecía, tal como él tiene que entender las dudas que suscita como líder. Pero ya. Todos buscamos y no encontramos algo mejor. Por lo tanto esto es lo que hay y negar la realidad sólo le da bien a la izquierda.

El PP tiene que armarse de pragmatismo y del sentido del humor de su líder para presentarse ante sus votantes –y ante los que se fueron a Vox, para recuperarlos– como un ganador y no el pobrecito al que le están haciendo 'bullying' los macarras de la clase. La ventaja de tener a un candidato honesto es que si habla honestamente todo el mundo le creerá.

Las elecciones serán en 2027. No serán entre dos partidos sino entre dos bloques. El PP tiene que quedar primero en el suyo, aunque sea por un escaño, y a partir de ahí, pactar si conviene hasta con el diablo; y usar su talento, su mala leche y todas las artimañas a su alcance –más, si es necesario, que las de Sánchez– para gobernar o por lo menos mandar según su idea de España.