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Ramón Palomar

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En aquel pulcro ascensor al menos no sonaba el grimoso hilo musical que a veces tortura al usuario. Pero en aquel reducido espacio, hace algo más de tres décadas, coincidí de carambola con Ursula Andress y mi sesera ardió. Si noventa minutos son 'molto ... longos', como dijo Juanito refiriéndose a las remontadas del Bernabéu, diez segundos con Ursula también resultaban elásticos. La recordé saliendo del mar con aquel bikini, y en alguna película junto a Belmondo. Gracias al descerebramiento propio de la juventud, de repente pensé lo de «¿y si se encapricha de mí, me convierte en mozo-florero y me jubila?». Así pues, la saludé en francés y le solté alguna memez. Me miró con un desprecio olímpico, monumental, irrepetible, irresistible. No abrió la boca. Lo que se abrieron fueron las puertas del ascensor y desapareció. Un mirada despectiva por su parte se me antojó pura gloria… Oiga, que era Ursula Andress, nada menos.

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