LA TERCERA
Un dragón de la libertad
Hablando de España con Vargas Llosa, me detuve en las bondades de la Constitución de Cádiz de 1812, mientras me refirió la participación de los representantes peruanos en su elaboración
¿Hacia dónde va la guerra de Ucrania?
De la temprana edad

Conocí a Mario Vargas Llosa a instancias de mi querida Carmen Iglesias en el verano de 2009. Cenamos alrededor de las nueve de la noche en un restaurante al aire libre en Madrid en compañía de su mujer Patricia, del escritor chileno Jorge Edwards ... y del jurista e historiador Feliciano Barrios. Creo que éramos algún comensal más, pero no lo recuerdo. Este condujo la conversación desde un primer momento. Eso sí, lo hizo de forma natural, sin imposiciones ni sobresaltos. Llamaron enseguida mi atención algunas de sus virtudes tan propias como ciertamente atractivas: su inconfundible acento, su enérgico tono de voz, su gentileza exquisita, su prestada atención a los detalles, sus maneras elegantes, su cuidada educación… Pero por encima de cualquier otra consideración, sobresalía su seductora personalidad. Y, como todos los contrastados seductores, lo sabía y explotaba. En su caso era una cualidad personal e innata. Sin impostación, ni amaneramiento. No era por tanto un buscado ardid para granjearse el fácil beneplácito, decía Ortega y Gasset, en nuestro país: «En España para persuadir es menester antes seducir».
A la que aunaba un añadido atributo que, con el anterior, lo convertían en un conversador tan agradable como imbatible. Me refiero a la pasión que manifestaba en las cosas que creía y defendía. Había leído, sin duda, el sabio juicio de La Rochefoucauld: «Las pasiones son los únicos oradores que siempre persuaden». Un binomio, a todas luces, invencible.
Casi un año después, fui a visitarle a su estudio y le llevé el manuscrito de mi libro 'Dragones de la política' con la pretensión de que me lo prologara. No había tenido tiempo casi de pedírselo, cuando aceptó de forma inmediata. Un prólogo que hoy abre aquella recreación a caballo, y a galope tendido, entre la historia, la política y el arte. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando de visita con mi mujer, María Teresa, a los camboyanos templos de Angkor, en abril de 2009, empecé a recibir un sinfín de mensajes. El contenido era el mismo: «¡Varga Llosa te ha dedicado un elogiosísimo artículo en el periódico!». No sin dificultades, eran otros tiempos, conseguí hacerme con el texto. Cuál no fue mi sorpresa cuando comprobé que, con alguna menor modificación, había publicado el prólogo. De esta suerte, el libro 'Dragones de la política' alcanzó una pronta notoriedad que no habría soñado.
Pasaron varios años sin volver a coincidir. Aunque no dejaba de remitirle algunos libros de contenido no jurídico. Nos volvimos a reencontrar, siendo yo rector de la Universidad Rey Juan Carlos, al hilo de su investidura como doctor 'honoris causa' por la Universidad de la Rioja. Fue un inolvidable 5 de septiembre de 2006, para su rector –mi amigo José María Martínez de Pisón– y para mí. El emotivo acto tuvo lugar en su edificio Quintiliano en recuerdo del sobresaliente retórico hispanorromano. Los argumentos para tan alta distinción –la primera que otorgaba la universidad– explicitaban su condición de gigante de las letras: «Vasto conocimiento literario, su original técnica narrativa y dominio de los tiempos y los espacios novelísticos, una abundante obra de calidad en lengua castellana, su universalismo cultural y, al mismo tiempo, su identificación con la cultura latinoamericana y española». Pero no acababan aquí las razones. Se incorporaban otras que son las que justifican la titulación y el contenido del presente artículo: «Su compromiso político, más allá de las diferencias ideológicas, con la tolerancia, la libertad y los derechos humanos como manifestación del espíritu universitario».
Concluido el acto tuvimos, gracias a la deferencia del rector, un encuentro muy grato donde disfruté de la oportunidad de hablar de política, de derecho y de la Constitución. Una triada mágica. Guardo en casa, junto a su discurso de contestación afectuosamente dedicado, unas notas a mano de la imborrable conversación.
De entrada, le gustó sobremanera mi convicción de que ser liberal no es una simplista adscripción política, sino, de acuerdo con Ortega, una forma de ser y de afrontar la vida y las relaciones con los demás. Por más que le manifesté mi pesimismo vital sobre los que compartimos tales planteamientos: mayoritariamente asaetados desde la izquierda e incomprendidos por la derecha. Al tiempo hicimos un repaso de las Revoluciones inglesa, norteamericana y francesa de los siglos XVII y XVIII, de la Declaración de Independencia Americana de 1776 y de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Todas asentadas en la primigenia idea de que los hombres nacen libres e iguales. ¡La bendita e intangible libertad!
Reafirmamos nuestra convicción en la superioridad moral y política de los regímenes constitucionales y de los sistemas democráticos. En la falta de alternativa ética a la democracia, a cuyo efecto rememoramos las reflexiones del presidente Abraham Lincoln («El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo») y de Winston Churchill («El menos malo de los gobiernos»). Aunque la democracia, compartíamos la creencia, no es suficiente. El gobierno de la mayoría sin la preservación de la libertad puede terminar en autoritarismo. Ya apuntaba el presidente James Madison del «peligro de la opresión nacido de la comunidad», mientras Tocqueville alertaba de «la tiranía de la mayoría». O, como argumentaría después Borges, otro coloso de las letras españolas, la caída en «el abuso de la estadística». Curiosamente el escribidor argentino reconoció en una entrevista que no había leído ninguna de sus obras. ¡Cuitas de escritores!
Ya hablando de España, me detuve en las bondades de la Constitución de Cádiz de 1812, mientras me refirió la participación de los representantes peruanos –tanto de los 'suplentes' como de los 'propietarios'– en su elaboración. Y, cómo no, de nuestra ejemplar Transición política y de su síntesis jurídica: la Carta Magna de 1978, que había cerrado las fratricidas heridas de una guerra (in)civil, que ponía fin a un constitucionalismo de bandería y que forjaba una Constitución de todos y para todos los españoles. Por último, me confesó su desazón por la deriva totalitaria en Iberoamérica. Que no solo conocía, sino que había sufrido personalmente en aquella terrible campaña política en las elecciones de 1990.
Los últimos años ya no nos vimos más que de forma esporádica y breve. La última vez fue en la Real Academia Española en un acto con las otras Academias Iberoamericanas de la Lengua en 2022. Nos dimos la mano y me dijo una palabra: «Perseverar». Que así sea. No hay mejor indicación de un dragón de la libertad. Y, por supuesto, de un gigante de la mejor literatura con mayúsculas.
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