TIEMPO RECOBRADO
El pájaro que alza el vuelo en la noche
Todos los que pasen por la plaza del Ángel seguirán oyendo el 'Blackbird' de Brad Mehldau
Leninismos
Cuando los escritores se desnudan
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Iniciar sesiónEl jazz es la nostalgia. Madrugadas de alcohol y tabaco. Amores imposibles de una juventud perdida. Un disco de vinilo que ilumina un chorro de luz. La trompeta de Chet Baker en el Balboa Jazz. Y la sensación de que había todo un futuro ... por delante.
Fue Miles Davis quien dijo que la vida es como el jazz: se puede improvisar, pero no perder el ritmo. Ningún género musical se parece tanto a la vida como el jazz. No hay pautas, no hay una forma preestablecida de tocar, todo está abierto al azar y la inspiración.
El jazz tiene propiedades terapéuticas. Nada mejor que el piano de Bill Evans o el saxo de Paul Desmond para salir de la tristeza. Pero también para sumirse en el abismo de la depresión. Cada uno encuentra el espejo de sus sentimientos. Un misterio insondable.
Si los temas de Charlie Parker nos evocan el cuento de Cortázar y la añoranza del París de los 70, los locales de jazz tienen siempre un aire provisional y pasajero, algo efímero que impregna su atmósfera. No deja de ser un milagro que el Café Central haya sobrevivido durante 43 años. Cierra en octubre tras negarse los propietarios del inmueble a renovar el alquiler.
Quedan en Madrid algunas salas como Clamores, pero los tres templos del género desaparecieron hace muchos años: el Whiskey & Jazz, por el que pasaron Gerry Mulligan y Dexter Gordon; el Balboa Jazz, donde Bill Evans grabó un maravilloso disco, y el San Juan Evangelista, cerrado hace más de una década, gris fantasma sombrío en la Ciudad Universitaria.
Recuerdo las tardes de los domingos hace más de medio siglo cuando Tete Montoliú y Pedro Iturralde se subían al escenario del Johnny en un auditorio semivacío, un ritual que congregaba a una iglesia de gestos secretos y vanas esperanzas. Hemos envejecido y nada queda de aquellos afanes.
Todos los músicos que engrandecieron el jazz están muertos hace muchos años. Las cavas de París donde se amaron Davis y Gréco ya no existen, Baker se tiró por una ventana hace cuatro décadas, Coltrane buscó en vano la santidad con su saxo, nuestra discografía es un cementerio y los discos de vinilo yacen en una estantería cubiertos de polvo. Pero el jazz no morirá. Seguirá vivo en el 'Kind of Blue' o en Billie Holiday.
El Café Central cierra para convertirse en una franquicia o en una 'boutique' de lujo. Pero todos los que pasen por la plaza del Ángel seguirán oyendo el 'Blackbird' de Brad Mehldau, las notas de un pájaro que vuela en la noche, Minerva que despega sus alas al caer el crepúsculo. El jazz es una música noctívaga porque sólo en la medianoche se abren los corazones a la nostalgia. «Añorar el pasado es correr tras el viento», reza un proverbio ruso. Seguimos corriendo tras el viento. Y soñando con la trompeta de Chet Baker, adormecidos bajo las palmeras de Beverly Hills.
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